El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

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CAPÍTULO XVIII: «O quam luces, Roma!» Donde apoya la mano el Papa. El Vaticano «ficha» a don Álvaro. «Donde nadie quiera ir, iremos.» «A este Papa, y al que ha de venir.» Vaticano II: un espaldarazo al Opus Dei. El cinturón pretoriano de Pablo VI. Cátedras estafadoras y agitadores de sacristías. «Los traidores están dentro.» Una insólita propuesta del padre Arrupe. «No hay autoridad en la tierra…» «La Iglesia está enferma.» Lágrimas que escuecen. Llueve en il cortile del Cipresso. «Josemaría, tú eras jovial…» «¡Y mil vidas que tuviera!» Escrivá en los escenarios: cristianismo y electricidad. Un recado, al médico del Papa. «Este salmo terminará en gloria.»

En la altana de la Villa Vecchia, en la azotea de la casa del Padre, desde cuya altura se dominan todos los edificios de Villa Tevere y la vista puede extenderse hacia los montes Cimino, Mario y Sabinos, que circundan la ciudad de Roma, Escrivá de Balaguer hizo poner una lápida, con una bella inscripción latina, como un silencioso grito desde el mármol:

o qvam lvces
roma
qvam amoeno hinc rides prospectv
qvantis excellis antiqvitatis monvmentis
sed nobilior tva gemma atqve pvrior
christi vicarivs
de qvo
vna cive gloriaris
a mdccccli

¡Cómo brillas, Roma! ¡Cómo resplandeces desde aquí, en panorama espléndido, con tantos monumentos maravillosos de antigüedad! Pero tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo, del que eres la única ciudad que te glorías.

Es un requiebro de romanidad, que clava el cincel en la más excelente grandeza de Roma: «tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo». Sorprende que un canto de lealtad al Sumo Pontífice, tan serenamente encendido, se haya colocado en un lugar a donde no suben los visitantes, ni los extraños. El lugar más diáfano, pero también el más inaccesible, de toda Villa Tevere. Y aún sorprende más la fecha grabada al final de la inscripción: MDCCCCLI, 1951. Justo, el año en que Escrivá de Balaguer andaba inquieto «como león rugiente», tanquam leo rugiens, presintiendo asechanzas y hostilidades sin rostro de quienes, con poder para influir arriba, muy arriba, hasta llegar al propio Pío XII, maquinaban la expulsión del fundador, la desmembración entre los hombres y las mujeres, y el desbaratamiento del Opus Dei. Sin embargo, ésa es la fecha y ése el grito, marmóreamente silencioso, de veneración al Papa. En la intemperie desabrigada de la contradicción. En la hora amarga de probar la hiel. Soportando la afilada cuchilla de la adversidad. En el trance heroico de sentirse hijo de «la Iglesia católica, apostólica, romana, romana, romana… ¡a pesar de los pesares!». Con lo cual esa lápida, oculta a los ojos de los curiosos, viene a ser, a la vuelta de los años, cuando las cosas se van sabiendo, como el acta notarial de una fidelidad inquebrantada.

Esas palabras parecen hacerse eco de aquel otro elogio de romanidad que, quince siglos atrás, lanzaba san León Magno, el Papa grande que prestigió la autoridad de la sede de Pedro como nunca antes en la Historia: «Roma, te has convertido en la nación santa, en el pueblo escogido, en la ciudad sacerdotal y regia y, gracias a la cátedra del bienaventurado Pedro, en la capital del mundo. La supremacía, que te viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación terrena.» (1)

-Me siento romano -dirá también Josemaría Escrivá-, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra, como gustaba repetir santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima (…). Ser romano no entraña ninguna muestra de particularismo, sino de ecumenismo auténtico; supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos… (2)

Desde bien temprano, Escrivá quiere romanizar el Opus Dei. Por ello, sin disponer de medios económicos, enfaja la aventura de erigir en Roma la sede central del Opus Dei. Y, también junto a Roma, en Castelgandolfo, el Colegio Romano de Santa María; y, en Cavabianca, el Colegio Romano de la Santa Cruz. A uno y a otro acudirán sucesivas levas de mujeres y hombres de la Obra, para adquirir licenciaturas de Humanidades, de Derecho Canónico y de Teología.

Y no sólo eso: de continuo pasarán por Roma, en convivencias y estancias de duración diversa, miembros del Opus Dei procedentes de todos los lugares del mundo.

Cada año, llegada la Pascua de Resurrección, se concentra en Roma una bulliciosa muchachada de estudiantes universitarios de los cinco continentes -cientos, al principio; millares, después- que peregrinan como «romeros», para ver a Pedro, videre Petrum, y estar también de tertulia con el Padre.

Cuando una hija suya, un hijo suyo, llega a Roma, sea de paso, sea para quedarse a trabajar, Escrivá le pregunta:

-¿Has ido ya a San Pedro? ¿No? Pues que te acompañen, cuanto antes… ¿Te digo el itinerario que suelo seguir yo? En primer lugar, voy a la capilla del Santísimo: allí rezo una «visita» y una comunión espiritual. Después, saludo a la Virgen en el altar del Soccorso. A continuación, junto al altar de la Confesión, rezo un credo de rodillas… Quizá todos los demás están de pie, pero a mí me da devoción rezarlo de rodillas… Ah, al salir, ponles una postal a tus padres. Les ilusionará recibirla, con el matasellos vaticano. (3)

Se diría que Escrivá quiere empaparlos a todos de esa romanidad que él entiende como catolicidad de alma, como universalidad de mente y, sobremanera, como amor leal al Papa «sea quien sea».

-Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus -dice, señalando la doble raíz, teologal y humana, de su amor al Papa-. Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios. Por eso yo he querido romanizar la Obra. Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho. ¡Queredlo mucho! Porque necesita todo el cariño de sus hijos. Y esto lo entiendo muy bien: lo sé por experiencia, porque no soy como una pared, soy un hombre de carne. Por eso me gusta que el Papa sepa que le queremos, que le querremos siempre, y eso por una única razón: que es el dulce Cristo en la Tierra. (4)

El 11 de julio de 1949 llega a Roma Miguel Ángel Madurga, un joven miembro del Opus Dei. El Padre le lleva con algún otro a visitar las cuatro basílicas mayores. Una vez en San Pedro, y recorriendo atajos, por pasillos y salas de pasos perdidos que parece conocer de antes, llegan hasta el salón del trono y el balcón de las bendiciones. Escrivá hace comentarios cariñosos del Papa, que entonces es Pío XII. En cierto momento, se acerca al sitial pontificio. Señala un punto del brazo derecho del egregio sillón: «aquí apoya la mano el Papa», dice en voz baja. Después, se inclina y deja allí mismo un beso. (5)

Su amor al Papa no es ni una entelequia disecada y sin sangre, ni un blando fervorín sentimental: es una pulsión de fe. Pulsión de fe porque, traspasando las fragilidades y las carencias humanas de cada Pontífice, Escrivá sólo quiere ver en él a «Cristo en la tierra». En este sentido llega a hablar incluso de «pasión»: «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo.» (6) El Papa es, para Escrivá, el Vice-Cristo en la tierra.

Y así, con palabras calientes de «pasión», anima una vez y otra a los que viven con él y a los que van a visitarle:

«Nuestro más grande amor, nuestra mayor estima, nuestra más honda veneración, nuestra obediencia más rendida, nuestro mayor afecto ha de ser también para el Vice-Dios en la tierra, para el Papa (…). Estad muy cerca del Pontífice Romano, il dolce Cristo in terra: seguid al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y con vuestra pluma.» (7)

Esto lo dice y lo escribe en 1965, cuando con más virulencia se cuestiona en los ambientes eclesiásticos la autoridad doctrinal de Pablo VI.

Josemaría Escrivá es contemporáneo de varios Papas: León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. Pero sólo conoce personalmente a los tres últimos. Con cada uno de ellos tiene una relación directa. Mucho menos frecuente de lo que sería lógico, dada la envergadura apostólica del Opus Dei que él preside a nivel mundial. Pero suficientemente significativa y eficaz.

Importa aclarar los dos puntos extremos: Escrivá no es un hombre marginado o mirado con recelo oblicuo desde la Santa Sede. Pero tampoco pertenece a ninguna camarilla vaticana de acceso privilegiado al Papa. Dicho de otro modo: ni le están cerradas las puertas de bronce, ni se le abren a cualquier hora de par en par.

Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI le reciben varias veces en audiencia. Cada una de esas ocasiones será siempre un evento singular, extraordinario y hasta celebrado como «fiesta» entre los habitantes de Villa Tevere. Escrivá, en esos encuentros, largamente preparados en su oración personal, se muestra sencillo y sincero, como un hijo ante su padre. Sin embargo, lejos de cualquier acostumbramiento, no puede evitar emocionarse, conmoverse, que las lágrimas nublen sus ojos, que se le haga nudo en la garganta, que su voz sea más trémula, en presencia del Vicario de Cristo. Álvaro del Portillo le acompaña en alguna de esas visitas y siempre se sorprende. Escrivá es un hombre que gobierna el Opus Dei con pulso firme; que desde muy joven está hecho a hablar en público; que, subido a un escenario, en cualquier país de Europa o de América, domina auditorios multitudinarios y heterogéneos; tiene don de gentes, donaire y aplomo, y una personalidad más que dibujada, tallada. Pero, ese mismo hombre, ante el Romano Pontífice se desmadeja y se conmueve hasta el punto de temblarle la voz: «siempre se emocionaba y le costaba trabajo hablar».(8) ¿Y esto, por qué? El propio Escrivá lo explica, como de pasada, el 22 de noviembre de 1965, comentando con un grupo de hijos suyos la visita que Pablo VI había hecho el día anterior al Centro ELIS -promovido y dirigido por el Opus Dei-, en el Tiburtino, un barrio obrero romano:

-Estaba ayer muy emocionado. Me he emocionado siempre, con Pío XII, con Juan XXIII y con Pablo VI… porque tengo fe. (9)

«Porque tengo fe.» Ése es el quid.

Pío XII otorga al Opus Dei el Decretum Laudis (decreto de alabanza) y la aprobación pontificia. En 1949, cede temporalmente a la Obra unos terrenos y una vieja casa, cerca del lago Albano, en Castelgandolfo, que durante un tiempo utilizó la condesa Campello para obras de beneficencia. Allí, la maleza invade el abandonado jardín y los piojos se han adueñado de la vivienda. Así que, para habilitar el lugar, entran con generosas dosis de agua, jabón, lejía y salfumán.

También Pío XII, y en 1957, nombra a Escrivá consultor de la Congregación de Seminarios y Universidades y miembro de la Pontificia Academia de Teología. En ese mismo año, encomienda al Opus Dei la Prelatura nullius de Yauyos (Perú).

Yauyos y Huarochirí son un vasto y escabroso territorio, atravesado por la cordillera de los Andes, dispersamente poblado por indios analfabetos y depauperados. Allí, bajo el impulso de monseñor Ignacio María de Orbegozo y Goicoechea, sacerdote del Opus Dei, ayudado por un puñado de miembros de la Obra, desarrollarán una valerosa y arriesgada labor de promoción social y cultural. El radioteléfono y la mula serán los vehículos para la comunicación y la enseñanza, en aquellos parajes inextricables, con alturas de más de cinco mil metros.

Unos años después, monseñor Escrivá, hablando de Yauyos con Icha y Margarita, dos jóvenes peruanas que están en Roma de paso, les dice con claridad:

-Dentro de unos años tendréis muchos sacerdotes nativos, muy bien preparados, que harán una labor verdaderamente maravillosa. Pero… las misiones no son lo nuestro. Nuestra vocación es precisamente permanecer en medio del mundo, en la entraña de la sociedad. Encargarnos de Yauyos ha sido algo a lo que yo asentí, cuando me lo propusieron en el Vaticano, para que no se diga nunca que le he negado algo al Santo Padre. Me enseñaron un mapa con algunos países que tenían mejores situaciones, para que escogiese. Les dije: «allí donde nadie quiera ir, iremos». Así escogimos. (10)

A la muerte de Pío XII, el 9 de octubre de 1958, Escrivá vive en su alma el luto por la sede vacante. Reza y hace rezar por el cónclave que ha de alumbrar un nuevo Papa. Habla con sus hijos:

-Sabéis, hijos míos, el amor que tenemos al Papa (…), quienquiera que sea. A este que va a venir ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda el alma, ex toto corde tuo, ex tota anima tua… Y a este Pontífice le vamos a amar así. (11)

No lo conoce. No sabe quién podrá ser, entre las largas quinielas de «papables» que publican los periódicos, el nuevo sucesor de Pedro. Pero ya se dispone a recibir la noticia de su designación con el corazón franqueado. Durante los días del duelo oficial en la Iglesia y después, en las cuatro intensas jornadas de expectación, mientras acontece el cónclave, les insiste:

-Rezad, ofreced al Señor hasta vuestros momentos de diversión. Hasta eso lo ofrecemos por el Papa que viene, para dar a conocer la eternidad de la Iglesia, como hemos ofrecido la misa todos estos días, como hemos ofrecido… hasta la respiración. (12)

Y en otro momento, también en esos días, queriendo sentar costumbre en la Obra de ese aliento de amor al Papa:

-Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuenta a Dios, diréis a vuestros hermanos cómo el Padre quería al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas… (13)

Pasadas las cinco de la tarde del 28 de octubre, Escrivá está ante el televisor. Ve con desconcierto que, por la chimenea de la Capilla Sixtina, esta vez no sale ni humo blanco ni humo negro, sino una rara humareda gris. Pocos instantes después, en el cielo romano se recorta la silueta ondulante de la fumata bianca. Inmediatamente, Escrivá se arrodilla en el suelo y, muy recogido, con grave intensidad, reza: «Oremus pro Beatissimo Papa nostro… Que el Señor le conserve y le dé vida y le haga feliz en la tierra y no permita que su alma caiga en manos de sus enemigos.»

Todavía el cardenal protodiácono, Canali, no ha anunciado la identidad del nuevo Pontífice, y Escrivá ya ha llamado por los teléfonos interiores de Villa Tevere a sus hijas y a sus hijos, dándoles la noticia con alborozo de alegría: Habemus Papam!Enseguida, indica que al día siguiente se celebre el suceso «como gran fiesta» en toda la casa.

El cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, que reinará con el nombre de Juan XXIII, había conocido el Opus Dei de un modo directo: en 1954 estuvo en dos Centros de la Obra: La Estila, en Santiago de Compostela, y Miraflores, en Zaragoza. Durante esa estancia en Galicia, Roncalli anotó en su diario, el 23 de julio de 1954: Cena a sera col Card. Feltin nell’Opus Dei, istituzione nuova per me, interessante ed edificante.

Su pontificado se vuelca de lleno en la arriesgada empresa de convocar y poner en marcha el Concilio Vaticano II, sin falsilla de experiencia en que apoyarse, porque el último Concilio de carácter ecuménico se había celebrado noventa años antes. No vivía nadie, pues, para contarlo.

Juan XXIII desea que Escrivá de Balaguer participe en los trabajos del Concilio. Pero comprende que el presidente general del Opus Dei ni puede ni debe desatender el gobierno de la Obra durante los años, no se sabe cuántos, que vaya a durar tal asamblea. En cambio, le encomienda diversas tareas a Álvaro del Portillo, tanto en la fase previa como en la estrictamente conciliar: consultor de la Sagrada Congregación del Concilio, calificador y juez de la Suprema Congregación del Santo Oficio, presidente de la Comisión Antepreparatoria para el Laicado, miembro de otras cuatro comisiones y perito conciliar. Después, en los años de desarrollo del Vaticano II (1962-1965), será secretario de la Comisión sobre la Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano, y consultor de varias comisiones: la de Obispos, la de Religiosos, la de la Doctrina de la Fe, la de Revisión del Código de Derecho Canónico, etc.

Así que, desde 1959 -en todo el pontificado de Juan XXIII y buena parte del de Pablo VI-, Del Portillo ha de desdoblar su atención, su talento y su energía entre los trabajos de la Obra y los que directamente le encomienda la Santa Sede. Pasará casi más tiempo en las oficinas y despachos vaticanos que en Villa Tevere.

Ante la noticia de cada nuevo nombramiento, Escrivá entiende que va a perder muchas horas de la ayuda que podría prestarle su colaborador más allegado, su «segundo de a bordo», con quien se entiende sin necesidad de palabras y en quien se apoya como sobre una sólida roca. Roca, saxum, le llama durante años. Pero no hace ni un mohín de disgusto; antes al contrario, se le ve contento:

-No importa. Lo ha querido así el Santo Padre. Nosotros hemos de servir siempre a la Iglesia como la Iglesia quiera. (14)

Escrivá estimula y favorece cuanto puede estos trabajos de Álvaro en el ámbito conciliar. Respeta escrupulosamente lo que pueda ser su sigilo de oficio. En cambio, cruzan impresiones casi a diario sobre todo aquello que no requiere veladuras de discreción: el clima, el ambiente, las tensiones y las novedades que se van produciendo en el Concilio.

Pero no es sólo Del Portillo quien tiene a Escrivá al día de los avatares del Vaticano II. Otros tres miembros del Opus Dei son padres conciliares: monseñor Ignacio María de Orbegozo, prelado de Yauyos (Perú); monseñor Luis Sánchez-Moreno Lira, obispo auxiliar de Chiclayo (Perú), y monseñor Cosme do Amaral, obispo auxiliar de Oporto (Portugal).

Además, son legión los obispos, peritos, expertos, teólogos y canonistas del mundo universo que trabajan en el aula conciliar y acuden a Villa Tevere para visitar a monseñor Escrivá, charlar con él y requerir sus opiniones sobre asuntos concretos que en esos días se están debatiendo.

Pero, sobre todo, éste es un «concilio abierto», plagado de observadores y periodistas. Las páginas de los periódicos son madrigueras de noticias, rumores, interpretaciones y cotilleos anecdóticos, cuando no filtraciones fragmentarias de textos conciliares: nunca faltan anónimas manos interesadas en que ciertos documentos lleguen antes a las rotativas de los tabloides diarios que a las imprentas vaticanas.

Desde su retaguardia de la Villa Vecchia, Escrivá sigue con gran atención la marcha del Concilio. Reza mucho, y pide a muchos que recen, por esos trabajos. En julio de 1962 escribe una carta para todos los miembros de la Obra, instándoles a ofrecer todas las horas de su trabajo diario, ya sea investigando en un laboratorio, guisando en la cocina, ordeñando vacas en un establo o vendiendo lavadoras a domicilio, «por el feliz resultado de esta gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico Vaticano II. Sé que ésta es la gran intención de nuestro Santo Padre, y deseo que también nosotros, desde nuestra parcela, podamos contribuir mediante nuestra oración, la penitencia y el trabajo santificado y santificador (…). Ésas son las grandes armas, los únicos medios de que dispone el Opus Dei». (15)

Una tarde de las que hay sesión conciliar, Álvaro se siente enfermo y con fiebre. La Comisión en la que trabaja ha de tomar acuerdos importantes y su presencia es necesaria allí. Sin embargo, se le ve derrengado, sin fuerzas, con cuerpo de meterse en la cama. Escrivá le mira, preocupado y vacilante. Oyendo sólo la voz del corazón le diría «¡acuéstate ahora mismo!». Pero, dada la situación, no tiene más remedio que animarle:

-Alvarico, hijo mío, pienso que tienes que ir…

Cuando sale Álvaro, Escrivá se vuelve hacia Francesco Angelicchio, que por casualidad ha presenciado la escena. Como si hablase consigo mismo, le dice:

-¿Crees que no tengo compasión de este hombre…? Pero hay cosas que hay que hacer, aunque nos acorten la vida… Temo por la salud de este hijo mío. Yo lo necesito. Nos hace falta… La Obra lo necesita. (16)

Y entre esas cosas «que hay que hacer, aunque nos acorten la vida», está, para Escrivá, «servir a la Iglesia como Ella quiere ser servida».

Juan XXIII nombra a Escrivá consultor de la Comisión para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico. Cede a la Obra, en propiedad, los terrenos de Castelgandolfo. Erige como universidad lo que hasta entonces era Estudio General de Navarra. Y encomienda al Opus Dei una iniciativa para la promoción social del barrio romano del Tiburtino, a partir de una colecta mundial que se había realizado cuando Pío XII cumplió ochenta años. En el Tiburtino se construirá el Centro ELIS (Educazione, Lavoro, Instruzione, Sport) de formación profesional para chicos jóvenes.

El 5 de marzo de 1960, Escrivá acude al Vaticano, llamado a audiencia por Juan XXIII.

Durante la conversación, con humor socarrón y gesticulando muy expresivamente, el Papa le comenta:

-La primera vez que oí hablar del Opus Dei me dijeron que era una institución imponente e che faceva molto bene. La segunda vez, que era una institución imponentissima e che faceva moltissimo bene. Estas palabras me entraron por los oídos, pero… el cariño por el Opus Dei se quedó en mi corazón. (17)

Juan XXIII no es un Papa envarado y distante. Por el contrario, su llaneza abre puertas a la confianza y facilita el diálogo. En cierto momento, Escrivá de Balaguer le explica los farragosos trámites y las largas esperas que hubo de soportar durante veinte años, hasta que la Santa Sede dio su visto bueno a que en el Opus Dei hubiera «cooperadores» no católicos, e incluso no cristianos. Juan XXIII, buen conocedor de la alambicada burocracia vaticana, ríe a carcajadas con el relato vivaz en el que se contraponen la impaciencia de Escrivá y la lenta maquinaria de la curia. Pero al fundador del Opus Dei lo que le importa subrayar es el fenómeno novedoso de que gente de otras religiones puedan cooperar con una obra de la Iglesia Católica. Por ello, y aunque la entrevista se produce dos años antes de iniciarse el Concilio Ecuménico, Escrivá dice a Juan XXIII:

-En nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable. Como ve, no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad: lo he aprendido del Evangelio. (18)

Ambos hombres vuelven a encontrarse en una segunda audiencia, el 27 de junio de 1962. Es en tal ocasión cuando Juan XXIII, hablando del Opus Dei, hace esta valiosa confesión:

-Monseñor, la Obra pone ante mis ojos horizontes infinitos que no había descubierto. (19)

Un comentario de similar envergadura al que, en otro momento, haría este mismo Papa a su secretario, monseñor Loris Capovilla, refiriéndose también a la Obra: è destinata ad operare nella Chiesa su inattesi orizzonti di universale apostolato. El Opus Dei está llamado a abrir en la Iglesia desconocidos horizontes de apostolado universal. (20)

Una frase como ésa desmiente de un plumazo todos los litros de tinta gastados en hacer conjeturas sobre si Juan XXIII entendió o no entendió el fenómeno del Opus Dei, y si hubo buena o mala «química» de sintonía entre el Papa Roncalli y monseñor Escrivá.

A este propósito, resulta muy expresivo el relato que el propio Escrivá hace de su última audiencia con el Papa, en una carta escrita para todas sus hijas e hijos:

«… De este encuentro del hijo con el Padre han quedado guardados en mi mente y en mi corazón todos los pormenores (…). Vuelvo con mi recuerdo a esta Audiencia, y guardo de ella hasta el más mínimo detalle: no solamente el día y la hora, sino también la mirada atenta y llena de paternal benevolencia, el gesto suave de la mano, el calor afectuoso de su voz, la alegría grave y serena reflejada en su semblante… Quisiera de verdad, queridísimos hijos, que todos vosotros sintierais la misma alegría que yo y quedaseis inmensamente agradecidos al Papa Juan XXIII por su bondad y benevolencia (…). Nos tiene a todos en su corazón. Nos conoce y nos comprende perfectamente.» (21)

Cuatro años ha consumido Juan XXIII en «fletar» el Concilio. El 11 de octubre de 1962, consigue verlo zarpar. Va a ser una procelosa travesía. Pero, apenas se han iniciado los trabajos, cuando llevan dos meses, la asamblea entra en una fase de receso que amenaza ser colapso. Y es que, justo en ese tiempo, la salud del Papa se quebranta gravemente. El deterioro es irreversible.

Mientras Juan XXIII agoniza, Escrivá reza con fuerte intensidad. Esos días, altera su horario, adelantando la misa para poder ofrecerla por el Papa todavía vivo… o como sufragio madrugador, si falleciera por la noche. (22)

A la muerte del Pontífice, el luto y la tristeza popular por «el Papa Juan», «el Papa buen hombre», «el Papa sencillo», ahondan la sensación de orfandad y de vacío ante la sede vacante. Sobreponiéndose a todos esos sentimientos, sin duda fáciles, Escrivá emproa su oración hacia el nuevo cónclave. Hace falta un Papa de gran estatura espiritual e intelectual. Un Papa capaz de ejercer la potestad y la autoridad. Un Papa a la medida de la crisis que, insensiblemente, va anegando a la Iglesia. Pero también, un Papa especialmente dotado para la prudencia.

Si, yendo de un lado a otro de la casa, el Padre se encuentra con algún hijo suyo, sin detenerse, y a modo de saludo, le recuerda: «¡Encomienda el cónclave!», o «¿estás rezando mucho por el nuevo Papa?».

No es fácil la tarea que le espera. El Concilio está en un impasse. Pero son tantas las expectativas suscitadas, que conviene reencauzarlo, proseguirlo y culminarlo. Lo que el nuevo Romano Pontífice no puede vislumbrar ni adivinar es la eruptiva reacción posconciliar que acarreará la aplicación del propio Concilio, ni las dislocadas y erráticas interpretaciones de sus textos. Al frente de la Iglesia se necesitaría ahora un hombre de puño enérgico y de muñeca sutil. Sin duda, el sucesor, Giovanni Battista Montini, Pablo VI, hubiese podido ser ese hombre, pero… el Papa no gobierna solo. Entre su cinturón próximo de colaboradores, no siempre encontró un clima de entendimiento y de valentía que favoreciera su delicada tarea.

En un momento del pontificado de Pablo VI, Escrivá, sincerándose con algunos de sus hijos mayores, y como señalando hacia esas estancias de cercanía papal, les dirá: «el mal está dentro… dentro y muy arriba». (23)

Escrivá no puede dejar de recordar que Pablo VI, siendo todavía monseñor Montini, fue «la primera mano amiga que yo encontré aquí en Roma; la primera palabra de cariño para la Obra, que se oyó en Roma, la dijo él». (24)

Y, desde que es elegido Papa, son palpables sus muestras de aprecio hacia la Obra. Recibe varias veces, en audiencias largas y afectivas, a monseñor Escrivá. Le regala un cáliz, con el emblema pontificio recamado en marfil, idéntico al que unas semanas antes le ha obsequiado al Patriarca Atenágoras de Constantinopla. Acude al Tiburtino, para inaugurar solemnemente el Centro ELIS, que ya está construido y funcionando, junto con una amplia residencia, una escuela hotelera y una parroquia anexa, encomendada también a sacerdotes de la Obra.

Disfruta Pablo VI en ese acto. Recuerda que, años atrás, recién terminada la guerra mundial, pasaba él por ese barrio romano. Unos muchachos callejeros le suplicaron:

-¡Denos trabajo! ¡Denos trabajo!

-¿Qué sabéis hacer?

-Todo… Bueno… nada.

La respuesta no pudo ser más lacerante.

Ahora ve hecha realidad una satisfacción a aquella demanda. Y como Escrivá le pide la bendición para todos los que están allí, en esos nuevos edificios, Pablo VI le propone: «benediciamo insieme», bendigamos juntos, los dos a la vez. Escrivá, conmovido por esa deferencia del Papa, se hinca de rodillas y baja la cabeza.

Poco después, cuando Pablo VI se despide, ya en la puerta, monseñor Escrivá vuelve a arrodillarse sobre el suelo mojado por la lluvia, para besarle el anillo. Pero el Papa, asiéndole por los codos, lo levanta con energía y, mientras le abraza, dice: «Tutto, tutto qui è Opus Dei!» ¡Todo, todo aquí es Opus Dei!

Pero la manifestación de estima que Escrivá más agradece es el interés demostrado por el Papa en que se resuelva cuanto antes y de modo definitivo la cuestión, aún pendiente, de la forma jurídica adecuada para el Opus Dei.

No se pide nada superfluo, ni nada excepcional, ni nada imposible. Escrivá había advertido desde el primer momento que la figura de los institutos seculares no era la idónea para el Opus Dei: corrían el riesgo de ser asimilados a los religiosos.

Durante años, con las mejores palabras, con los más sólidos argumentos, bien pertrechado de paciencia, pero sin cejar en su empeño, el fundador reclama de la Santa Sede una formulación jurídica clara, basada en el derecho ordinario de la Iglesia, y no en privilegios, que garantice la naturaleza laical del Opus Dei y, por tanto, la legítima autonomía de cada uno de sus miembros seglares, para desempeñar cualquier trabajo honesto y para profesar y expresar sus ideas personales en las cuestiones sociales, políticas, económicas, culturales, artísticas…

Apremiado por esta necesidad, el 25 de mayo de 1962, ha escrito una extensa carta a sus hijas e hijos que ocupan cargos de gobierno en el Opus Dei. Trata este tema. Y lo hace, tocando el fondo, como una cuestión de justicia con los miembros de la Obra:

«Para mí (…) no es sólo un problema de fidelidad al querer divino, sino también de justicia con vosotros todos (…). Antes de admitiros en la Obra, también por razón de justicia, a cada uno de vosotros se os explicó bien -para que vuestra decisión fuera consciente y libre- que no ibais a ser religiosos ni personas equiparadas a los religiosos. Se os dijo que conservaríais en todo vuestra íntegra personalidad y vuestra condición de laicos corrientes (…); que, al venir al Opus Dei, no cambiaríais de estado, sino que continuaríais con el que tuvierais; y que vuestra vocación profesional y vuestros deberes sociales seguirían siendo parte integrante de la vocación divina que habíais recibido.

»¿Cómo podría yo ahora cometer la iniquidad de obligaros a seguir una vocación diversa? No, no podría exigiros eso de ninguna forma, y ni siquiera podría pediros -recurriendo a argumentos poco leales, que violenten la libertad de vuestras conciencias- que renovéis vuestro compromiso con la Obra, abrazando una vocación que no es la que hemos recibido de Dios.

»Ni yo puedo hacer eso con vosotros, ni nadie puede hacer eso conmigo (…). Eso -además de ser humanamente una villanía- sería una falta grave contra la moral cristiana, contra la ley divina positiva y aun contra la misma ley natural (…). Hay en mi alma una gran devoción a san Francisco, a santo Domingo, a san Ignacio; pero nadie en el mundo me puede forzar a hacerme franciscano, dominico o jesuita. Como nadie me puede obligar a tener mujer, a que me case (…). En la vida espiritual cuenta la gracia de Dios, su voluntad, su querer, que señalan un camino y una misión (…). ¿Quién podrá cambiar esa vocación divina?» (25)

Urgido por «el gravísimo compromiso de defender la integridad de nuestra espiritualidad, de nuestra vocación secular y de nuestra condición de simples fieles», (26) y no queriendo ser como esos perros mudos que no se atreven a ladrar, canes muti, non volentes latrare,(27) Escrivá repite éstos y otros argumentos ante monseñor Angelo Dell’Acqua, entonces sustituto de la Secretaría de Estado. Lo hace por escrito, desde París; (28) y lo hace cara a cara, en Roma, con el ruego de que transmita sus palabras al Papa. Como ve cercano el peligro de que en el aula conciliar se equipare a los miembros de los institutos seculares con los religiosos, al hablar con Dell’Acqua, Escrivá utiliza el tono más enérgico que la cortesía y el respeto le permiten:

«No hay autoridad en la tierra -porque sería un atentado a la libertad que defiende la Iglesia en sus leyes y que está penado gravemente- que pueda obligarme a ser religioso o a contraer matrimonio. De acuerdo con las normas canónicas, una decisión de este género, además de estar penada con la excomunión, sería absolutamente inválida.» (29)

Esas palabras tienen efecto. El 10 de octubre de 1964, durante una audiencia con Pablo VI, el Papa da a entender a monseñor Escrivá que la solución jurídica para la Obra puede salir en breve, en alguno de los documentos conciliares que se están elaborando.

Y así es. En el Decreto sobre los Presbíteros (Presbyterorum Ordinis), de 8 de diciembre de 1965, ya se sugieren e incluso se recomiendan las «prelaturas personales» para «obras pastorales peculiares». Ésa es la fórmula idónea. El camino, pues, está abierto. Y, aunque sea Juan Pablo II, diecisiete años después, quien erija el Opus Dei en prelatura personal, es de rigor decir que «el traje a la medida» se confeccionó en el Concilio Vaticano II.

Sin embargo, la comprensión cabal de que los miembros del Opus Dei no son frailes, ni monjas, ni personas consagradas, sino cristianos corrientes, gente como toda la gente, la ordinary people, tarda en abrirse paso.

Hay un suceso muy poco conocido que, además de ilustrar sobre las buenas relaciones que llegaron a tener monseñor Escrivá y el padre Arrupe, general de la Compañía de Jesús, muestra hasta qué punto a algunos religiosos les era difícil entender la secularidad, el carácter laico, quintaesencial en los miembros de la Obra.

El hecho ocurre el 28 de enero de 1966. El padre Arrupe ha estado ya dos veces en Villa Tevere y monseñor Escrivá vuelve a Borgo Santo Spirito, la curia generalicia de los jesuitas, también por segunda vez. Este cruce de visitas, con almuerzo y sobremesa, se prolongará durante mucho tiempo. (30)

Los comensales son, acompañando a Arrupe, los padres Blajot e Iparraguirre; y con Escrivá, Del Portillo y Echevarría.

En cierto momento, Arrupe, como si colocara una bomba encima de la mesa, propone a Escrivá:

-Monseñor, yo pienso que podríamos organizar una obra apostólica conjunta, entre los jesuitas y el Opus Dei.

En el pequeño comedor se produce un repentino silencio, de intensa sorpresa. Se diría que casi cuarenta años de incomprensiones y celotipias de unos pocos pero muy activos jesuitas, atravesados de animadversión hacia el Opus Dei, se diluyen ahora, en un abrir y cerrar de ojos, como un azucarillo en un lago de agua.

Arrupe mira al fundador del Opus Dei, esperando una respuesta. Escrivá le sonríe. Después se pone serio. Empieza a hablar despacio, muy despacio. Se nota que no es para pensar lo que tiene que decir, sino para hacerse entender mejor.

-Padre Arrupe, yo le agradezco mucho la sugerencia, pero es imposible. Imposible, porque ustedes tienen que vivir unas normas y una disciplina que para nada se adecúan a la vida de los miembros del Opus Dei. Si promoviésemos esa iniciativa, lo más probable es que se causase daño a una y a otra institución, porque una y otra verían desvirtuado su espíritu: por parte del Opus Dei, al tener que acomodarse al modo de los religiosos; o bien ustedes, al tener que adaptarse al modo secular de unas personas que, sin ser mundanas, trabajan y están en el mundo, se ocupan de las cuestiones temporales…

»Pienso que podemos trabajar en el servicio a la Iglesia, muy unidos, muy unidos… por la Comunión de los Santos.

En este punto, Escrivá concentra su mirada profunda en los ojos de Arrupe y, con tono vigoroso pero entrañable, le ofrece «mucha ayuda»: «la mía y la de todos los miembros de la Obra, que rezarán y se mortificarán ¡siempre! por la Compañía de Jesús». Luego concluye su respuesta con un símil tomado de la vida normal y corriente:

-Me parece que usted puede entenderlo perfectamente, si le digo que somos como dos hermanos que tienen profesiones distintas: uno es médico y el otro es abogado. Para ejercer el trabajo de cada uno, no pueden montar un despacho común, porque nada tiene que ver una actuación profesional con la otra. (31)

Pablo VI continúa y lleva a término el Concilio Vaticano II, que se clausura el 7 de diciembre de 1965. Una de las novedades formales del Vaticano II es que no define ninguna verdad de fe. Sus resoluciones no son ni de definición ni de condena. Aunque, como todo Concilio, se reafirma en las verdades proclamadas por los Concilios anteriores, sus textos no son «dogmáticos», sino «pastorales»: las antiguas fórmulas, concisas y rígidas, redactadas como fríos inventarios de artículos de fe, se sustituyen por una bella prosa literaria, a modo de amplias meditaciones sobre las verdades y los misterios del catolicismo. ¿Es mejor? ¿Es peor? Lo cierto es que nada aparece claramente definido, delimitado, precisado, ni mucho menos mandado o prohibido. Antes bien, todo queda al albur de la buena intención y la claridad de luces con que, posteriormente, cada lector quiera interpretarlo. Y será ahí y entonces, en esas lecturas posconciliares, donde se den los abaratamientos del mensaje, las aplicaciones abusivas, las traducciones traidoras. A base de originalidades caprichosas, se hacen mangas y capirotes con la liturgia: hay quien consagra con champán; hay quien arrumba los ornamentos y los vasos sagrados, para sustituirlos por un plato y un vaso de barro, las piezas más deleznables del ajuar más pobretón; hay quien, cada día, según su inspiración, se inventa los textos y las rúbricas de la misa; hay quien la celebra sobre el mostrador de una carnicería… y posando para el Paris Match.

Los confesionarios crían telarañas. En cambio, proliferan las más extravagantes ceremonias colectivas de «reconciliación», en las que, por cierto, nadie absuelve a nadie de sus pecados. La oración sale de su ámbito interior -la intimidad de la conciencia- y se convierte en mera expresión exterior. Pierde su trazado vertical de comunicación con Dios, reduciéndose a un encuentro horizontal con los demás. Un encuentro sin duda bondadoso, pero superficial, incomprometido, y demasiadas veces folklórico. En no pocas parroquias y comunidades católicas se expende el sentimentalismo, como sucedáneo de la espiritualidad.

Al mismo tiempo, se relativiza el imperio de los mandamientos. Se cuestionan ciertos tramos de la moral. Se llega a prescindir de las nociones de pecado y de gracia. La libertad se contrapone a la verdad. Surge el prurito «adulto» de reinterpretar un montón de dogmas de fe y de normas morales, que ya no se consideran «verdades absolutas» sino «productos de una época» no necesariamente aceptables desde una mentalidad «puesta al día».

Todas estas desviaciones traicionan la letra y apuñalan por la espalda el espíritu del Vaticano II. Ninguno de esos errores puede llamarse «hijo legítimo» del Concilio.

Es un aggiornamento mal asimilado, vivido con un frenesí irresponsable por personas de anémica vida interior, pero con cargos directivos, que en muy poco tiempo produce tremendos estragos en la Iglesia.

Se cierran seminarios y conventos, porque son muchos los que salen y muy pocos los que entran. La misma soledad de los templos es un indicio claro de la sobrevenida languidez en la vida religiosa. Y, a la vez, curiosamente, el foco de actividad y de atracción se desplaza a esas dependencias anexas, de ambientes naftalinosos y mal ventilados, donde ejercen los nuevos «agitadores de sacristías». Con sospechosa frecuencia, estos activos especímenes suelen estar vinculados a movimientos políticos de entretela marxista.

Por otra parte, cunde el fenómeno de las «cátedras estafadoras» que, aparaguándose bajo la etiqueta de «teología católica», propalan doctrinas de confusión: cuando menos, ambiguas; cuando más, heréticas. Y eso, en seminarios y universidades eclesiásticas.

Como telón de fondo de todo ello está el pretendido diálogo entre cristianismo y marxismo. Un diálogo en el que los cristianos, para demostrar su talante de apertura, empiezan poniendo entre paréntesis su fe, y acaban comulgando con las ruedas del molino de Marx.

Las fugas de religiosos y de sacerdotes que cuelgan la sotana son dolorosas y se dejan sentir. Sin embargo, mucho más peligrosa es la permanencia «dentro» de la Iglesia de no pocos eclesiásticos cuya mente ya ha dejado de ser católica y cuyo corazón anda muy lejos del «hombre de blanco que vive en Roma».

Y toda esta resaca de unas lecturas conciliares desquiciadas, retorcidas, con sus esquilmadores efectos, es contemplada con pasmo inmóvil por algunos superiores y pastores amedrentados, débiles, claudicantes, que prefieren no mandar antes que exponerse a ser desobedecidos. Ciertamente, hay una crisis de autoridad; pero forzada por una previa crisis de obediencia.

-Un rebaño va bien -dice Escrivá, estando en Villa Sachetti con un grupo de hijas suyas- cuando los pastores se preocupan de las ovejas; cuando echan los perros al lobo; cuando no llevan el rebaño por lugares donde hay hierbas que pueden envenenar, sino donde las ovejas se alimentan con buenos pastos. Igual pasa con las almas. Necesitan pastores que no sean perros mudos; porque los perros, si callan, tampoco sirven: han de ladrar, dando la señal de alarma.

»Os pido que recéis mucho por la Iglesia, por el Papa actual y por el Papa que vendrá, que habrá de ser mártir desde el primer día. Rezad para que el pueblo cristiano tenga defensas, en medio de tantos errores y herejías… (32)

Como la contestación y la rebeldía llegan hasta cuestionar la palabra del Papa, Escrivá envía a todos sus hijos una amplia carta, instándoles a «que defiendan de todo posible ataque la autoridad del Romano Pontífice, que no puede estar condicionada más que por Dios». (33)

Esta visión realista del desastre -de una Iglesia devastada por una bandada de clérigos depredadores- no significa que Escrivá se posicione enfrentado o disconforme con el Concilio. Se equivocaría de medio a medio quien lo pensase. Precisamente, para el Opus Dei, lejos de ser un revés, el Vaticano II es una confirmación en toda regla. Los textos conciliares son un formidable refrendo a la doctrina que Escrivá viene enseñando desde 1928: la universalidad de la llamada a la santidad; el valor santificador del trabajo; el apostolado de los laicos; la libertad de los seglares en toda cuestión temporal; la unidad de vida, de modo que cualquier acción del hombre -plantar zanahorias, lavarse los dientes o jugar al tenis-, empapada de presencia de Dios, puede ser sustancia de oración…

Durante una audiencia con Pablo VI, monseñor Escrivá le recuerda:

-Vuestra Santidad ha hablado hace poco sobre el trabajo santificado y santificador…

-Sí. Es verdad.

-Pues… Santo Padre, por decir eso mismo, hace muchos años, yo fui acusado al Santo Oficio. (34)

Al clausurarse el Concilio, Escrivá quiere, sin ufanarse por ello, que sus hijos conozcan el hecho meridiano de que la Iglesia ha sancionado con toda solemnidad la espiritualidad del Opus Dei:

-Hemos de estar contentos al acabar este Concilio. Hace treinta años, a mí me acusaron algunos de hereje, por predicar cosas de nuestro espíritu, que ahora ha recogido el Concilio de modo solemne en la constitución dogmática De Ecclesia. Se ve que hemos ido delante, que habéis rezado mucho. (35)

Pero no lo dice sólo él. El propio Pablo VI, reconociendo que el Opus Dei no es una iniciativa humana, sino un mensaje, una misión, una vocación de urdimbre sobrenatural, le dirá un día:

-Dios le ha dado a usted el carisma, para que ponga en la calle la plenitud de la Iglesia. (36)

En el Vaticano II, la Iglesia descubre, o redescubre, una verdad que llevaba diecisiete siglos enterrada: los laicos ni son «cristianos de segunda», ni longa manus estratégica de la Jerarquía. Son «pueblo de Dios» dinámico e itinerante, con una fuerte carga de fermento para influir en la sociedad. «Pueblo de Dios» no masivo ni gregario: cada uno de sus miembros está personalmente llamado a ser santo. Ésta es la almendra, ésta es la clave del arco del Concilio. Y, justamente ésta, la doctrina que Escrivá de Balaguer viene predicando desde 1928. De ahí que una pléyade de altos eclesiásticos le señalen como hombre anticipativo, pionero en la espiritualidad de los laicos y precursor del Concilio. Así, los cardenales Poletti, Joseph Frings, Franz König, Giacomo Lercaro, Sebastiano Baggio, Sergio Pignedoli, Marcelo González Martín, Mario Casariego… (37)

Y él mismo se lo declara a dos periodistas de Roma, Enrico Zuppi y Antonino Fugardi:

-Una de mis mayores alegrías ha sido, precisamente, ver cómo el Concilio Vaticano II ha proclamado con gran claridad la vocación divina del laicado. Sin jactancia alguna, debo decir que, por lo que se refiere a nuestro espíritu, el Concilio no ha supuesto una invitación a cambiar, sino que, al contrario, ha confirmado lo que -por gracia de Dios- veníamos viviendo y enseñando desde hace tantos años. (38)

Sin embargo, para la Iglesia son tiempos de vendaval, de desconcierto, de mareo. Pablo VI llega a denunciar, con alarma, indicios de «descomposición de la Iglesia». Si en el ánimo de Escrivá la Iglesia estuvo siempre por delante y por encima de la Obra -«si la Obra no es para servir a la Iglesia, destrúyela ahora mismo»-, durante estos años, a más de ser su primer motivo, su interés acuciante, su intención dominante, se convierte en su inevitable obsesión. Día y noche, a toda hora, Escrivá está como con el corazón en vilo, padeciendo por las continuas malas noticias que le llegan de la Iglesia.

Aunque no le gustan los lamentos pesimistas ni las visiones crepusculares, el 25 de noviembre de 1970, estando con los directores del Consejo general de la Obra, les dice con un tono que tiene menos de desahogo que de aviso:

-Sufro muchísimo, hijos míos. Estamos viviendo un momento de locura. Las almas, a millones, se sienten confundidas. Hay peligro grande de que, en la práctica, se vacíen de contenido todos los sacramentos -todos, hasta el bautismo-, y los mismos mandamientos de la ley de Dios pierdan su sentido en las conciencias. (39)

No se trata de un sufrimiento pasajero. Es una pena que se ha establecido, que ha puesto casa en Escrivá.

Tres años más tarde, el 14 de enero de 1973, durante una reunión de trabajo con las directoras de la Asesoría central, interrumpe de pronto el asunto que tratan para pedirles:

-Rezad por la Iglesia, hijas. La situación es muy grave. Parece como si nuestra Madre estuviera para morir…

Pero, enseguida, el hombre esperanzado, pletórico de fe, que hay en Escrivá, tira del discurso hacia arriba:

-Aunque ya sabéis que la Iglesia no morirá, porque así lo ha prometido el Señor y su palabra es infalible. Con todo, tengo que deciros que las cosas están muy mal, porque no sería buen padre y buen pastor si no os lo dijera… Muchas veces prefiero no haceros sufrir y pasar las penas solo. (40)

Y, apenas un mes después, también confidencialmente con sus hijas, vuelve a rezumar por la misma herida:

-Hijas mías, tengo una gran congoja en el alma, por la Iglesia, por esta Madre buena que está tan maltratada… Los traidores están dentro… (41)

Desde los años sesenta, años conciliares, hasta el fin de su vida, ésa será su pena honda de cada día. Cualquier cosa, aunque no tenga nada que ver, se lo recuerda. Así, un día de enero de 1974, después de comer, está en el Soggiorno del Fumo con un grupo de hijos suyos. El arquitecto César Ortiz-Echagüe comenta sus impresiones tras una visita a las obras de Cavabianca. En algún momento dice:

-Hemos podido verlo todo muy bien, porque hace un día buenísimo: parece que estemos en primavera…

Escrivá está escuchando con atención todo el rato; pero al llegar a ese punto, se le escapa este pensamiento:

-¡Primavera…! Cada vez que oigo esa palabra, pienso en la primavera de juventud que se está perdiendo para la Iglesia. (42)

En otra ocasión, Escrivá pasa con Álvaro del Portillo a la casa de La Montagnola, para estar un rato con las que viven ahí. Es 28 de marzo, aniversario de su ordenación sacerdotal, y en la Obra se celebra como día de fiesta. Al llegar al rellano del segundo piso, ve abierta una ventana que da al cortile del Cipresso, un pequeño patio interior donde, enhiesto y solitario, crece un ciprés. Escrivá se asoma. Está lloviendo. Al volverse hacia dentro, dice algo a Del Portillo, pero en voz muy baja. Después, cuando ya están sentados en el cuarto de estar, comenta:

-Se lo acabo de decir a don Álvaro: estoy contento de que el día esté triste. Me daría pena un día jaranero, cuando la Iglesia padece tanto… Me gusta que hasta la naturaleza llore un poco.

Todas se han puesto muy serias. Es como si se hubiera nublado la fiesta. Enseguida, Escrivá hace un quiebro vivaz de alegría:

-Pero no penséis que ahora voy a desear que no salga el sol… ¡Que salga y estemos contentos! El Señor lo dice: servite Domino in laetitia! ¡servid al Señor con alegría! (43)

Arrecia en su oración y en su mortificación. Como un pordiosero, pide a unos y a otros plegarias por la Iglesia «que está enferma» y actitudes de rotunda fidelidad al Papa.

Se diría que lo que pide es un cheque en blanco de lealtad, no sólo para este Papa; también para el que haya de sucederle. Anticipativo siempre, ya quiere avistar la salida del túnel:

-Amad al Santo Padre, al actual, y al que vendrá después, que va a encontrar todo deshecho. Amadlo y seguidle en todo lo que diga, cuando sea doctrina universal. (44)

A partir del verano de 1970, su invitación a rezar por la Iglesia es como un estribillo tenaz. Hace que compren miles de rosarios y los reparte entre quienes van a visitarle, encargándoles que los «gasten» pidiendo por la Iglesia. Él mismo se lanza a recorrer Europa, de punta a punta, en romerías penitentes por santuarios marianos. Son viajes duros, por carretera, sin huecos para el ocio ni para el turismo, y su salud ya está bastante baqueteada.

Aunque monseñor Escrivá haga vida normal hasta el mismo día de su muerte, lo cierto es que la diabetes -de la que se curó repentinamente en 1954- le ha dejado secuelas: insuficiencia renal y alguna cardiopatía con trastornos circulatorios. Tiene, además, derrames sinoviales en los brazos y en las rodillas, cataratas en ambos ojos y doble visión o diplopía.

Nada de ello es grave, pero sí lo suficientemente molesto como para que quien padece esas dolencias recorte su actividad. Escrivá, por el contrario, acomete tres largas catequesis. En 1970, México. En 1972, España y Portugal. En 1974 y 1975, América del Centro y del Sur. Un maratón agotador, como la gira de un cantante que hubiese de actuar durante horas, dos o tres veces al día, ante muchedumbres heterogéneas en ciudades distintas y sin concederse tregua a lo largo de varias semanas seguidas. Ah, y lo que es aún más difícil: sin unas cuartillas, sin un guión preconcebido, sin ensayo, sin saber exactamente en qué va a consistir su «actuación». Porque su «act

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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