El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO XIV: El vuelo del neblí. «Entre santa y santo…» Las cinco notas del pájaro solitario. Como un ladrón. «Eres mío.» La verdadera cuenta de la edad del Padre. Zoología mística. «Veo, pero no miro.» Las cejas de la marquesa. Un buen anticlerical. «¡Tratádmelo bien!» «Que nadie se quede en mí.» Escrivá y las mujeres. Silencio de tumba. «Alteza, arrodíllese…» Con los labios sellados.

Cuando se visita por primera vez la casa antigua de Molinoviejo, al doblar el final de un largo pasillo -recias vigas de madera oscura y suelos de baldosas rojizas-, quizá alguien, señalando uno de los muros, advierte al recién llegado: «… Y aquí está el volé tan alto: se hizo en los primeros tiempos, siguiendo las indicaciones del Padre.»

Es un repostero confeccionado con tejidos añosos, en tonos ocres y dorados, en cuyo centro hay un pájaro neblí. Orlando la tela, una leyenda que bien puede parecer de arte de cetrería: «Volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance.» Son unos versos delCántico espiritual de San Juan de la Cruz. La estrofa completa dice así:

Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,
volé tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

La figura del neblí inspiró al místico fraile de Fontiveros unos versos y unos apuntes, cargados de simbolismo, sobre la vida contemplativa. También para Josemaría Escrivá ese símil del neblí, y otros de pájaros de ciudad que se atreven a la aventura audaz de remontar el vuelo, incluso el del águila que llega a mirar al sol de hito en hito, (1) resultan sumamente sugerentes, ya que el Opus Dei cuaja su espiritualidad en la contemplación y en la acción, en la oración y en el trabajo, como un todo enterizo, como un continuo sin rupturas.

Pero, volviendo al neblí y a Juan de la Cruz, hay entre sus anotaciones una glosa sobre un versículo de David. Un simple verso suelto que a muchos pasa inadvertido, pero que para él es el punto de partida de una bellísima reflexión sobre cierta especie excelente de «pájaro solitario». Se detiene, en efecto, en el verso 8 del Salmo 101: Vigilavi, et factus sum sicut passer solitarius in tecto. Que traduce así: «Recordé y fui hecho semejante al pájaro solitario en el tejado.» Como si dijera: «abrí los ojos y me hallé sobre todas las inteligencias naturales, solitario sin ellas en el tejado, por encima de todas las cosas de abajo». (2) Y, de ahí, pasa a enumerar y describir las cinco propiedades del pájaro solitario. Apuntan a cinco condiciones de la contemplación, de la vida en intimidad con Dios. Pero son, asimismo, las cinco notas genuinas de todo verdadero celibato de amor, entendido como un voluntario vaciamiento de otros amores, incluso del amor propio, para adquirir las alas célibes del ceibe, del libre: la envergadura voladora de una poderosa libertad. Vaciamiento y libertad, pues, como ingeniería del alma para llegar a las cumbres más altas del amor divino. Vaciamiento, que no es pauperismo, sino bienaventurada pobreza de espíritu. Vaciamiento, que es desnudez y es oquedad, capacidad de resonancia, para la escucha sabrosa de la música callada, la soledad sonora. Y libertad, que no se deja prender por ningún hilo o atadura; que no se traba por ningún lazo o grumo de barro pegado a las alas, porque deliberadamente ha elegido hacia qué levantes del aurora orientar sus vuelos.

Y esas propiedades del ave solitaria son:

La primera, que se pone en lo más alto. Siempre por encima del suelo. Siempre en trato con Dios. Siempre buscando la perspectiva cimera de lo sobrenatural. Siempre desafiando el vuelo rasante, gallináceo y timorato. «No vueles como un ave de corral -aconseja Escrivá, en Camino-, cuando puedes subir como las águilas.»

La segunda, que a toda hora tiene vuelto el pico donde viene el aire. Vuelta la atención y vuelto el afecto hacia donde sopla el Espíritu. Pendiente en todo momento de lo que Dios quiera decir, señalar, sugerir, dar o pedir.

La tercera es que está solo y no consiente otra ave junto a sí, sino que, cuando alguna se posa a su lado, luego se va, emprende el vuelo. El pájaro quiere estar solitario, en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, porque no consiente en sí otra cosa que su soledad en Dios.

La cuarta propiedad es que canta muy suavemente. Así, en voz baja y perfumado con fragancia suave, in odorem suavitatis, como los granos de incienso que se queman despacio, sin grandes humaredas, lentamente, sube hasta Dios su tenue canto, nada estentóreo ni vocinglero: la sencilla canción de un pájaro pequeño. Canta muy suavemente, porque no canta para ser oído y aplaudido por los hombres. No desea llamar la atención de ninguno. Su espectador y su escuchador es Dios sólo. Y a Dios se le habla mejor sin grandes ruidos, sin muchas palabras. Dios entiende, como nadie, ese hablar suave que sólo se pronuncia con el corazón. Y entonces, cuando se llega a hacer la música callada, se empieza a saborear la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.

En fin, la quinta condición es que el pájaro solitario no luce en sus plumas algún determinado color. No tiene ningún color de afecto particular, ni hacia otros ni hacia sí. No es que no quiera a nadie. Es que a todos los quiere sin discriminación, sin acepción y sin distingos de una especial coloración. Reparte su amor con liberalidad, sin particularismos, sin predilecciones, sin dejarse llevar por el tirón de la sensualidad, o de la admiración, o de la simpatía, o de una consideración en lo superior o en lo inferior.

Y, llegado a este punto, Juan de la Cruz resume en una frase, escueta y sobresaltante, por qué es así y por qué así se porta el pájaro solitario, el pájaro ceibe, vacío de riquezas y querencias, y libre de arrimos y ligaduras: porque es abismo de noticia de Dios, la que posee. (3)

Josemaría Escrivá conoce sin duda estas notas del pájaro solitario, tan sugestivas para meditar sobre el celibato del sacerdote. En cierta ocasión habla de esa «acompañada soledad» sacerdotal:

-No estamos nunca solos. Algunos dicen: los sacerdotes son gente sin amor… ¡Y no es cierto! Estamos enamorados, enamoradísimos del Señor. Un sacerdote no tiene necesidad de otro amor. Dicen también: están solos… ¡Y no es verdad! Estamos más acompañados que nadie, acompañadísimos, porque el Señor no nos deja nunca. ¡Somos enamorados del Amor, del Hacedor del Amor! (…). Levantamos cada mañana en nuestras manos la Hostia Santa, levantamos el Cáliz sobre el altar y decimos per ipsum, et cum ipso, et in ipso, por mi Amor, con mi Amor y en mi Amor. ¡Somos enamorados! (4)

Así, como un enamoramiento, describe su decisión de hacerse sacerdote. Él era un muchacho, con otros sueños y otros anhelos. Allá por 1917 o 1918, andando un día nevado de invierno por las calles de Logroño, le conmovieron -extraña y hondamente- las huellas de unos pies sobre la nieve: los pies de alguien que, a pesar del frío, caminaba descalzo… por amor a Jesucristo:

-Yo no pensaba hacerme sacerdote, pero vino Jesús a mi alma, como viene el amor: sicut fur, como un ladrón, en el momento más inesperado. Dijo: ahora eres mío, meus es tu! Me hizo sentir aquel grito de Isaías: ego redemi te, et vocavi te nomine tuo, meus es tu! Te he redimido, te he llamado por tu nombre, porque eres mío. Fueron los barruntos del Amor. (5)

Con esa simplicidad, Escrivá declara la verdad y vela el misterio: el hombre que inesperadamente, se siente «conocido» por Dios de un modo nuevo, total, radical, y nunca antes imaginado. Y Dios -el Gran Poeta que, al nombrar las cosas, deletrea su esencia y dice lo que son- llama al hombre por su verdadero nombre: ese que en adelante definirá su andadura y su misión. «Te he llamado por tu nombre: eres mío.» Eres mío… Un nombre nuevo, personal, irrenunciable. Eres mío… Un nombre que sólo puede ser pronunciado por el mismo Dios que toma la iniciativa y llama y posee. Eres mío… Un nombre puesto como un sello, sobre el corazón del hombre.

Cada vez que Josemaría recuerde esas palabras de Isaías se le vendrán a la boca «sabores de panal y de miel». Y es que, con esas palabras, él fue tomado por Dios «para siempre, para siempre».

Como un amor, entiende y siente su sacerdocio. Como un amor, y no como un caminar estepario de sacrificios y negaciones, y mucho menos como una «carrera eclesiástica». Como un amor, que demanda el corazón entero. Del todo. En todo.

En cualquier ocasión, hablen de lo que hablen, él reaccionará como un enamorado.

Han pasado muchos años desde que se ordenó sacerdote en 1925. Charlando, un día de febrero de 1960, con un grupo de hijos suyos filósofos y teólogos sobre la libertad como aventajada del conocimiento, les sorprende con esta reflexión:

-Siempre el corazón va más allá que la inteligencia. La inteligencia va detrás. Y dirá alguno de los filósofos: ¿y eso de que nihil volitum nisi praecognitum, «nada se quiere, si antes no se conoce»? ¡Pues, aun con eso! Y si no, ¿queréis explicarme lo del «flechazo», con sólo un conocimiento superficial? (6)

Otra vez es en el Aula Magna, el salón de actos de Villa Tevere, durante una tertulia con estudiantes llegadas a Roma de diversas partes del mundo para pasar junto al Papa la fiesta de la Pascua. Una muchacha argentina toma la palabra. Explica al Padre que, la noche víspera, ha visto con claridad su vocación a una entrega total, y ha solicitado ser admitida en la Obra. A continuación, interpela a Escrivá con una pregunta audaz:

-Padre, ¿cómo puedo ser «la última en todo y la primera en el Amor»?

Escrivá reconoce esas palabras, que él mismo escribió en Camino hace mucho tiempo. Atraviesa el estrado, rápido, yendo hacia el ángulo de donde procede la voz. Va sonriendo, con ternura, con emoción. Va ligero, como impulsado por una ilusión irreprimible:

-¡Hija…! ¿Es verdad? ¿Es verdad que el Señor te concede la gracia de querer pasar inadvertida, desear servir a todos, ser la última en todo? ¿Es verdad, hija mía?… Pues, tú desde esta noche y yo desde hace muchos años, tenemos un Amor que sacia sin saciar, que llena plenamente. Tú y yo, ¡los primeros en el Amor! ¡y que nadie nos gane! (7)

A finales de los sesenta Escrivá recibe una mañana a una joven pareja que pasa por Roma en viaje de novios. Al terminar la visita, la recién casada comenta a Mercedes Morado:

-Le he contado al Padre que yo al principio no quería nada ¡pero nada! al que ya es mi marido. Fue con el trato, como me enamoré de él. Y ahora ¡le quiero con locura!

Después, Mercedes y Marlies Kücking pasan un momento a despachar un asunto con Escrivá. Le ven especialmente conmovido. Refiriéndose a esa pareja de recién casados que acaba de estar con él, dice:

-¿Habéis visto esos tórtolos? ¡Qué lección, hijas! ¡Qué lección, para nosotros, para nuestro trato con Jesucristo! Así, como esos dos se miran, como esos dos se hablan, como esos dos se quieren, así tenemos que mirar y hablar y querer nosotros al Señor. ¡Me han dado envidia de la buena! (8)

Ha rebasado ya los setenta años y, cuando habla de «su Amor», se le ve como incendiado por un ardor juvenil:

-Comenzad con jaculatorias, que después vendrá la contemplación como no imagináis… Como los enamorados, que repiten incansables «te quiero mucho»… Después, pasa el tiempo y quizá envejece su amor. En cambio, nuestro Amor es siempre joven. No pasa nunca. ¡Buscad un hombre de mi edad que hable de su amor como hablo yo! Tal vez no encontréis muchos.

»Es un Amor forjado de renuncias y de alegrías inmensas, de bofetones inesperados y de calumnias, de luminosa oscuridad y de confianza inquebrantable. ¡Qué más da! Cuando se detiene uno a pensar, llega el momento de reconocer la verdad de aquello que escribí hace tantísimos años, cuando era de poca edad y no sabía amar más que ahora: el Amor… ¡bien vale un amor! (9)

Ardor juvenil, que no envejece: «Nunca podré con este Amor volverme viejo», dice cientos de veces.

Cuenta su edad por años de amor a Dios. Un día de enero de 1965, cuando se dispone a bendecir la primera linotipia de la pequeña imprenta de Villa Tevere, mientras Javier Echevarría le ayuda a revestirse con el roquete, Escrivá comenta a las que están allí:

-El Padre es viejo. Tengo ya ¡sesenta y tres años!

Y al instante rectifica, con vehemencia:

-¡No! ¡Soy joven! Tengo sólo poco más de treinta: los que llevo sirviendo a Nuestro Señor Jesucristo. (10)

Desde que era un joven sacerdote veinteañero Josemaría ha pedido a Dios que le dé ochenta años de prudencia y gravedad, para cumplir mejor su difícil tarea. Sintiéndose inexperto e inmaduro para ser «otro Cristo», deseaba, como un don, la serenidad y el aplomo que sólo se adquieren con la senectud. Ya en sus Apuntes íntimos de 1931 -teniendo sólo 29 años- escribía con estupenda confianza: «Jesús, haz que viva nuestra Misa: que celebre el Santo Sacrificio con la pausa, gravedad y compostura de un sacerdote anciano: aunque llegue la noche oscura, que no me falte la luz cuando soy otro Cristo.» (11)

Después, transcurrido el tiempo, bromeará con los suyos, sacando «la verdadera cuenta de la edad del Padre». Así, el 6 de febrero de 1967, reunido con un grupo de mujeres de la Obra, les dice:

-Soy mucho más viejo de lo que os imagináis.

Ellas ponen cara de perplejidad, porque hace menos de un mes que celebraron su sesenta y cinco cumpleaños. Escrivá sonríe, como ante un desafío que tuviera ganado de antemano:

-¿Hacemos la cuenta? A ver, un bolígrafo y papel… ¿Tenéis un papel?

Mary ofrece su agenda de bolsillo. Escrivá hace unas anotaciones rápidas, mientras va comentado:

-… Ochenta años, ¡cómo se lo he pedido al Señor!… Sesenta y cinco por fuera… Dos mil, más o menos -cuando son grandes cifras no importa-, como alter Christus, porque todos somos otros Cristos. Todos podemos y debemos ser santos… Todos. (12)

En la hoja de agenda ha quedado escrito esto:

x dentro 80
x fuera 65
alter Xtus 2.000
Totale 2.14

6-2-67

Son los 2.000 años de quien se siente «otro Cristo»; más los 65 de edad física («por fuera», dice él); más los famosos «80 de gravedad» que lleva, como a plomada, «por dentro».

«Ochenta años de gravedad», para templar su temperamento impulsivo y su fogosa vitalidad. Esa gravedad, en un hombre de natural espontáneo, simpático, expansivo y espléndidamente dotado para entablar comunicación, se traduce en una procurada reserva, en un reflexivo comedimiento, en un voluntarísimo asegundamiento, cuando ha de tratar con mujeres. Así lo decide, de modo rotundo, siendo muy joven. Según él mismo confiesa, «Dios me lo hizo entender».

No mantiene correspondencia epistolar con mujeres. No asiste a fiestas sociales, ni a recepciones en las que pueda encontrarse en situación de tener que departir a solas con alguna dama. No se queda nunca solo con una mujer, ni joven ni vieja. Para oírlas en confesión, utiliza el confesionario con rejilla separadora. Y si tiene que confesar a una enferma, deja abierta la puerta de la habitación. Cuando ha de estar con sus hijas, pide que vaya con él otro sacerdote.

Alguna vez, estando con un grupo numeroso de hijas suyas, les dice que las quiere «con corazón de padre y de madre». Y después, explica a los dos sacerdotes que le acompañan:

-Es verdad ese cariño paterno, ilimitado, a mis hijas. Se lo digo a ellas cuando están juntas en una reunión… Pero jamás se me ocurrirá repetir esas palabras a una sola, para no dar pie, ni de lejos, a un comienzo de sensiblería: ni por mi parte, ni por la de esa hija mía que me escucha. (13)

Hace suya la avezada experiencia de la Santa de Ávila, Teresa de Jesús: «Entre santa y santo, pared de cal y canto.» Y precisamente porque sabe querer y porque siente bajo su camisa al hombre normal y bien conformado que viaja consigo, domeña su sensibilidad y controla su afectividad, encerrando su corazón «bajo siete cerrojos».

Pero eso no le convierte en un desamorado. En Escrivá el celibato sacerdotal no es una horca caudina, aplastando su virilidad; ni una sublimación más o menos espiritualizada de sus sentimientos: es una realidad alegre, pletórica. Una «afirmación gozosa de amor», suele decir, para explicar que un corazón célibe y casto no es un corazón frustrado, inhibido, disecado y sin sangre, sino un corazón realizado, lleno y rebosante de «un Amor que sacia sin saciar».

Escrivá responde plenamente a ese ejemplar de hombre que el teólogo Felliere definía como «animal místico»: la única zoología capaz del amor de Dios.

Habla del celibato como de «la joya más preciosa de la corona de la Iglesia». No una soltería sin vínculos; sino un compromiso de entrega apasionada a un Dios que es «un amante celoso, que no se satisface compartiendo»: un Dios que quiere ser amado ex toto corde, con todo el corazón.

Es natural que sea así: entre el sacerdocio y el celibato sólo puede haber una lógica luminosa y heroica, cuya fuerza dinámica es el amor. De otro modo, sería una castración árida y sarmentosa, una soledad infecunda y amarga.

Un día de 1971, después de comer, Luigi Tirelli le cuenta anécdotas de Checco, otro de la Obra que vive en Verona y tiene allí muchos amigos sacerdotes. Escrivá escucha con gran interés, asintiendo con la cabeza y escanciando breves comentarios sobre la importancia de ese trato sacerdotal. De pronto, exclama:

-¡Decidles a esos sacerdotes que tengan un Amigo… y a los amigos del Amigo! Así no estarán nunca solos. (14)

Por ese Amor, cuida, vigilante, la limpieza de todos sus sentidos y potencias. «Veo -dice-, pero no miro lo que no tengo que mirar.» Y con sinceridad comenta: «A mis años -acaba de cumplir los cincuenta- tengo que hacer esfuerzos para no volver la cabeza, cada vez que veo pasar una mujer guapa.» (15)

Un día, durante la tertulia, Jim, uno de la Obra que vive y trabaja en Kenya, habla de cierto profesor kenyata, que, pese a ser negro de tez y moreno de cabellos, tiene las cejas rubias. Escrivá, entonces, les cuenta que a principios de los años treinta él había tratado mucho en España a un matrimonio, los marqueses de Guevara, a quienes atendía espiritualmente. En varias ocasiones almorzó con ellos. Un joven pintor hizo un retrato de la marquesa y comentó, como una original rareza, que esa mujer tenía «cada ceja de un color». Al oírlo, Escrivá cayó en la cuenta de que, aun siendo un hombre muy observador y nada despistado, jamás se había fijado en ese detalle.

-No me había fijado…, porque nunca la había mirado a los ojos.

Siguen charlando de otros asuntos en esa misma tertulia. En cierto momento, un mexicano habla de un Cristo que se venera en Montefalco, en el Estado de Morelos. Escrivá, volviéndose hacia él, le dice:

-Trátale, mirándole a la cara, ¡mirándole… a las cejas!, como se mira a la persona amada. (16)

Sacerdote por los cuatro costados y sacerdote las veinticuatro horas del día y de la noche -también en el sueño y en la vigilia del insomnio-, hay sin embargo en Josemaría Escrivá un acentuado instinto de rechazo al clericalismo. No le importa decir, para asombro de muchos, que él es «anticlerical…, pero con anticlericalismo del bueno».

En efecto, él enseña a sus hijos sacerdotes -con la autoridad de quien lo vive desde siempre- que los clérigos no deben «mangonear», ni hacerse servir, ni detentar privilegios, ni organizar el apostolado de los laicos, ni entremeterse en sus actuaciones civiles, profesionales, sociales, ni pretender ser la salsa de todos los guisos; ni prevalerse de su condición clerical para zafarse de los deberes ciudadanos o para obtener prebendas, sinecuras y situaciones de comodidad; ni fomentar a su alrededor capillitas de «dirigidos» y «dirigidas», o de admiradores de su predicación: los sacerdotes no deben erigirse en líderes de nada ni de nadie; ni hacerse imprescindibles en ninguna tarea, en ningún lugar.

Inculca a los suyos dos actitudes de las que él mismo es modelo especular: «No he venido a ser servido, sino a servir» (17) y «Hacer y desaparecer: ¡que sólo Jesús se luzca!» (18)

También les pone en guardia -yendo él en avanzada: haciéndolo antes que enseñándolo- acerca de la imperceptible y etérea tentación de sentirse «propietarios de las almas» a las que atienden espiritualmente. Es éste uno de los más sutiles apegamientos que entorpecen el vaciado de un corazón célibe: el inocente y confiado prólogo de esa oscura y procelosa epopeya cuyo auténtico nombre es «la concupiscencia del alma».

Por costumbre de su tierra aragonesa, hay en el léxico de Escrivá un giro, un uso del pronombre posesivo «me», que suele intercalar, de un modo cariñoso y paternal, al hablar a sus hijos: «¡que me cumpláis las Normas!», «que me durmáis las horas previstas», «¡sedme fieles!», «¡cuidadme a esa hija mía!»… Y así comienza las cartas a los suyos con un «¡qué Jesús te me guarde!», o, si se trata de una misiva general para todos los de la Obra: «¡Qué Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!» Pero no hay ahí un afán de apropiación, sino un subrayado de lo entrañable. Como cuando, refiriéndose a Jesucristo en la Eucaristía, aconseja a los sacerdotes: «¡Tratádmelo bien!» Es, sí, un posesivo familiar y coloquial, pero ¿hace falta decir quién es ahí el Poseedor y quién es elposeído?

Esa otra expresión, tantas veces repetida, «¡sedme fieles!», oyéndosela a él, y en el contexto que le circunda, no es en modo alguno una demanda de fidelidad hacia su persona, sino de fidelidad a la vocación divina: a Dios, en primera, y última y única instancia. Así lo entienden todos. Así lo entienden siempre.

Carlos Cardona recuerda cómo un día de los años cincuenta, entre 1955 y 1957, el Padre les habla de fidelidad: «A este propósito, nos cuenta que ha recibido una carta de uno que no quiere perseverar y que le pide la salida de la Obra. En esa carta le dice que, a pesar de tal determinación, le quiere mucho… El Padre ha comentado, con expresión de honda tristeza: “¡Más valía que me quisiera menos a mí, y más a Jesucristo!”» (19)

Ése es el sentido cabal del «¡sedme fieles!»

En 1954, allí en Villa Tevere, Escrivá se acerca un momento a ver los remates de la construcción de un oratorio dedicado al Corazón de María. Observa con agrado, con alegría, lo bien terminada que ha quedado la pila de agua bendita. Enseguida indica a sus hijas que le acompañan:

-Al obrero que ha hecho este trabajo, dadle una buena gratificación y decidle que es ¡un artista!

Así lo hacen. El albañil, sorprendido, responde:

-¡Ah, yo por monsignore haría cualquier cosa…!

Se lo cuentan a Escrivá, pensando que va a agradarle. Pero su reacción súbita es bien diferente:

-¡Qué pena! ¡Qué pena… que lo haga por mí y no por Dios! (20)

Ése es, asimismo, el sentido cabal del «¡tratádmelo bien!»

A Begoña Álvarez Iráizoz le llama la atención, como hecho insólito, este suceso, en apariencia mínimo, trivial:

Un matrimonio español, Luis María y Flora, de Ybarra, pasan por Roma y acuden a visitar a Escrivá, que les recibe en Villa delle Rose, Castelgandolfo. Al entrar al oratorio, para saludar al Señor en el sagrario, según la costumbre, el Padre toma agua bendita con la punta de los dedos y gentilmente se la ofrece a Flora. Ya con la mano tendida, explica:

-Después de mi madre, nunca había hecho esto con ninguna mujer. (21)

No le gusta que le besen la mano y, siempre que puede, se hurta a ello escondiendo las dos manos entre los pliegues de su sotana. En cierta ocasión, al pasar por la galleria della Madonna, varias de las que viven en Villa Sacchetti se acercan a saludarle. Una de ellas, Carmen María Segovia, le dice:

-Padre, quiero besarle la mano.

-¡Anda, bésasela a Dios Nuestro Señor!

Y sacando del bolsillo un pequeño crucifijo, le besa las manos enclavadas:

-¿Ves qué fácil?… Yo lo hago muchas veces… ¡Hazlo tú también! (22)

Esta actitud, en cierto modo esquiva, no es más que la respuesta fiel a una moción espiritual con que Dios le tocó, íntima y fuertemente, muchos años atrás. En 1939, al finalizar la guerra civil española, Josemaría Escrivá fue el primer sacerdote, o uno de los primeros, que entró en Madrid… Llegó en un camión militarizado y vistiendo la sotana. El pueblo madrileño estaba en las calles, vitoreando y aplaudiendo el fin de la contienda. Después de tres años de forzoso y muy hostil laicismo antirreligioso, al descubrir a un sacerdote, se abalanzaban sobre él para besarle las manos. Escrivá, impresionado y hasta conmovido ante esa palpable muestra de «hambre de Dios», sintió en ese mismo instante la exigencia interior de procurar que nadie se quedase enganchado y enredado en él:

-Lo comprendí con claridad: ¡que nadie se quede en mí! Saqué del bolsillo un crucifijo grande que llevaba… mi «arma» lo llamaba yo… Y lo tendí a la gente para que besasen a Jesucristo y no a mí… Es necesaria esa rectitud de intención, en el apostolado: llevar las almas a Dios, sin consentir jamás que se queden entretenidas o distraídas en nosotros… Otra cosa sería un robo sacrílego. (23)

Sin embargo, consciente del valor y la grandeza del carisma del sacerdocio, el 28 de marzo de 1974, aniversario de su ordenación como presbítero, Escrivá pasa a saludar a sus hijas de La Montagnola, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba, y dándoselas a besar. No como quien pide un homenaje a su persona; pero sí como quien muestra las credenciales de una predilección divina:

-Hoy sí, hoy es un día para que me beséis las palmas de las manos, que es donde han recibido la consagración sacerdotal. (24)

No hay en Escrivá ni aversión, ni prevención, ni mucho menos miedo a las mujeres. Se trata de un ejercicio de la prudencia, firme y bien templado, que él entiende muy conveniente desde que el 14 de febrero de 1930 sabe -con la nitidez y la certeza del mensaje fundacional- que, por querer de Dios, también habrá mujeres en el Opus Dei.

A su debido tiempo, pero muy tempranamente, el Señor le hace comprender que, como sacerdote y como hombre, debe extremar el cuidado en el trato con todas las mujeres, incluidas sus hijas. Sus hijas, cuyos rostros y nombres aún desconoce, porque todavía están por llegar.

Y así lo enseñará, en adelante, a los sacerdotes de la Obra: para no dar pie a la familiaridad, a la afectividad, o a la sensiblería en el ejercicio de sus tareas sacerdotales, sólo permanecerán en los Centros de mujeres el tiempo indispensable para celebrar la misa, confesar, predicar, o impartir algún medio de formación.

Quienes viven cerca de Escrivá, le oyen decir, precisamente cuando habla del inestimable don del celibato:

-Prefiero que una hija mía muera sin recibir los últimos sacramentos, a que un sacerdote de la Obra esté un minuto más de lo necesario en un centro de mis hijas. Tengo la absoluta seguridad de que, si llegara ese caso, aquella hija mía a la que el Señor llamase se iría al cielo, porque están todas perfectamente preparadas. En cambio, si los sacerdotes dejasen de cumplir esta norma, cabría el riesgo de desvirtuar su ministerio; y también, de dejar de formar a sus hermanas con la madurez y la independencia necesarias. (25)

El 26 de junio de 1975 -su última jornada en la tierra- monseñor Escrivá se siente indispuesto, repentinamente, mientras está en un centro de mujeres del Opus Dei, en Castelgandolfo. Concluye la tertulia antes de lo previsto. Se repone un poco en la salita del sacerdote. Y sin demorarse allí, regresa en automóvil a Roma, afrontando la canícula. Ha vivido la prudencia que aconseja, con un rigor heroico: nada más entrar en su casa, la Villa Vecchia, se desploma en el suelo, muerto.

Otro aspecto en el que insiste es el de la potestad para perdonar los pecados y, entrañado con esa facultad, el sigilo sacramental, que va mucho más allá del secreto natural o del silencio de oficio, y que sella con un lacre indeleble los labios del sacerdote, hasta después de su muerte. Por virtud de este hermético sigilo, un sacerdote viene a ser como la caja fuerte de seguridad de las conciencias que se le han confiado, la inviolable caja de caudales de las intimidades del alma que se le abren en la confesión. Secreto obligante éste, que acompañará al confesor… hasta la tumba.

Entre las notas tomadas por Javier Echevarría, que vive 25 años en Roma, junto a Escrivá de Balaguer, algunas se refieren a este punto, punto fuerte, onus et honor, carga y honor, del sigilo de la confesión. En agosto de 1955, le oye decir:

«Todos hemos experimentado una alegría muy grande cuando estamos con alguna preocupación y hemos podido abrir el alma con un amigo, bien preparado, que nos escucha con cariño y nos aconseja. Nos fiamos de él, seguros de que no hablará de lo que nos preocupaba, porque le hemos mostrado esa confianza de abrir nuestra alma. Además, como es amigo con doctrina, sabe que está obligado a guardar ese secreto natural. Pues, si eso nos ocurre con un amigo bueno de la tierra, pensad qué paz y qué alegría nos dará confiarnos con el Amigo, en la confesión: porque Jesús nos comprende, nos ayuda, nos resuelve los problemas y, además, nos perdona. Y el secreto de nuestra confidencia en la confesión es todavía más absoluto: se queda entre Él y la persona que le habla. ¡Bendito mil veces el sigilo sacramental! Yo os aseguro que todos los sacerdotes del mundo lo guardan celosamente y lo aman, porque así lo quiere Dios (…). Es bueno pensar que las penas gravísimas que ha puesto la Iglesia para el que lo viola son algo muy justo. A mí, esas penas, más que al temor, me llevan a afinar en cuidar todo lo que se refiere a la confesión, porque me hacen pensar que el Señor ha querido que seamos tan delicados en nuestro modo de actuar que, ni siquiera de lejos, se roce lo que hemos oído en la confesión.» (26)

De 1964, este otro apunte, sobre la obligación de silencio que grava en conciencia al confesor:

«La Santa Sede, a algunos que trabajan en determinadas congregaciones y para ciertos asuntos, les impone un juramento de guardar secreto, tan grave que no pueden mostrar siquiera que conocen algo de este tema que hayan tratado, ni ictu oculi, ¡ni con un movimiento de los ojos! Y es lógico porque, de otro modo, podría ocasionarse un gran daño a la Iglesia, a las almas.

»Pues más grave todavía, más total, debe ser el secreto que guardamos los sacerdotes sobre lo que hemos conocido en confesionario. ¡Qué alegría para los sacerdotes saber que son depositarios del perdón de Cristo! ¡Y qué alegría comprobar que, con su silencio total, dan mucha paz a las almas! Pensad, cuando perdonéis en la confesión, que el silencio total con que Cristo acoge la carga de los pecados de toda la humanidad se continúa en ese sigilo sacramental, que es una prueba de la misericordia de Dios (…). Todo lo que pasa por la confesión queda cubierto ¡para siempre! con la losa segura y potente del perdón de Dios.» (27)

Y en 1970, hablando con un grupo de hijos suyos sacerdotes:

-Dios ha querido -y así lo dispone la Iglesia- que el sacerdote guarde celosísimamente el secreto: no habla ni indirectamente de lo que ha oído; no vuelve a pensar en lo que le hemos dicho. ¡Amemos con todas nuestras fuerzas el sigilo sacramental, que protege hasta psicológicamente a los penitentes! (28)

En otras muchas ocasiones, refiriéndose a «la pasión dominante de confesar y dirigir almas» que, junto a la de «predicar y dar buena doctrina», debe bombear el corazón de todo sacerdote, pondera la excelente garantía del sigilo del confesor:

-Qué paz y qué gozo se experimentan en el alma: me atrevo a decir que se toca la misericordia de Dios, también por el sigilo sacramental, que es absoluto y una confirmación de que el Señor nos dice: te he perdonado, tu pecado queda en el más absoluto olvido. (29)

Cierto día, una persona muy conocida, de clase social alta y de sangre real, visita a Escrivá, en Roma. En un determinado momento de la conversación, el visitante adopta un aire grave, transcendente. Baja la voz y, tuteándole desde su posición de realeza, le dice:

-Te quiero contar algo, en secreto…

Escrivá le interrumpe, con suavidad pero con energía:

-Alteza, arrodíllese, y hábleme en confesión, porque ése es el secreto más absoluto que me puede pedir. Para lo demás, está usted hablando con un sacerdote y con un hombre de honor, y eso debe bastarle. Le aseguro que lo que me dicen confidencialmente, por la moral cristiana, lo guardo reservadísimamente en mi alma. No me cuesta nada comportarme así porque, además de ser un deber, me lo pide la hombría de bien, que trato de vivir siempre. (30)

No le cuesta nada comportarse así, porque el sacerdocio -vivido como un continuo no a sí mismo- ha virilizado y templado su voluntad.

No le cuesta nada comportarse así, porque el celibato de corazón le ha enseñado a un constante vaciarse de las excelencias y de las miserias ajenas que, de sus oídos de confesor, pasan al océano blanco del olvido, sin encharcarse un instante en su conciencia.

No le cuesta nada comportarse así, porque puesto, como el neblí solitario, en lo más alto, y con el pico donde viene el aire, no necesita otro desahogadero que el del Dios de sus secretos, el de la soledad sonora, el de la música callada.

No le cuesta nada comportarse así, porque -sellada su alma y sellados sus labios con el sello del Amor más excelente-, todo sucesode acá abajo es bagatela de poca monta que no puede trabarle, ni distraerle, ni deslumbrarle: es abismo de noticia de Dios, la que posee. De todo lo demás…, es hombre ceibe, libre y vaciado.

NOTAS

1. Cfr. Camino, Surco, Forja. (Cfr. Es Cristo que pasa, 11 y Forja, 39.)
2. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, anotación a las canciones 14 y 15.
3. Ibídem.
4. Testimonio de doña Marlies Kücking. Cfr. Forja, n. o 38.
5. AGP, RHF 20771, p. 540.
6. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
7. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
8. Testimonio de doña Marlies Kücking.
9. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861). Camino, n. o 171.
10. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
11. «Apuntes íntimos», n. o 317 del 11-X-1931.
12. AGP, RHF 21156, p. 518. Cfr. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
13. Relato escrito de monseñor Javier Echevarría.
14. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
15. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
16. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
17. Mateo, 20, 28.
18. Cfr. Artículos del Postulador n. o 993.
19. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
20. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
21. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
22. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
23. Testimonio de doña Begoña Álvarez Iráizoz (AGP, RHF T-04861).
24. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
25. Relato escrito de monseñor Javier Echevarría. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
26. Notas de monseñor Javier Echevarría, 1955.
27. Ibídem, 1964.
28. Ibídem, 1970.
29. Ibídem, 1972.
30. Ibídem. Cfr. Artículos del Postulador n. o 732.

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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