El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO VIII: El comunicador. Una extraña diapositiva. El abrazo del masón. En cada alma, de rodillas. De la A a la Z. El enchinaor. La queja de Cayetana de Alba. «¡Que no soy el Negus!» Walt Disney lee Camino. Il vostro compagno non perde il tempo! El amigo. «Estás hecho un egoísta.» Un hombre ante el Santo Oficio. Los cardenales también tienen corazón. Teología de la coincidencia. Un márketing sin trampa ni cartón. El poeta del vino. La jaca de Domecq no irá al purgatorio. Sobran los diccionarios. Cuando él entra, se enciende la luz. Rompedor de etiquetas. «He tocado a Dios.» Frente a los púlpitos estafadores. Troppo invadente. Un neófito de 83 años.

Villa Tevere, 1960. Una tarde de febrero. Varias chicas de la Obra están viendo con Escrivá unas diapositivas que les han enviado de Kenya: paisajes, puestas de sol, tipos con indumentarias exóticas, fauna selvática, vegetación exuberante… De pronto, sobre la pantalla se proyecta una imagen extraña. No se distingue bien qué puede ser ese bulto oscuro, rugoso, cuarteado… ¿Un peñasco? ¿La corteza de un árbol leñoso? ¿La cara de un cebú? ¿El gran primer plano de un anciano deforme?

Mientras la que manipula el proyector gradúa el artilugio del enfoque, para obtener más nitidez, el Padre expresa en voz alta su perplejidad:

-Pero ¿qué es? ¿Un vegetal…? ¿Un animal…? ¿Una persona…?

Durante unos segundos, varias voces lanzan sus conjeturas sobre lo que pueda ser esa rara figura, fea, avejentada, contrahecha y hasta repulsiva. A medida que se centra el foco, se distingue un bulto humano, de piel negra y muy rugosa. La duda oscila ya entre si será un hombre o una mujer.

En ese momento, en la penumbra de la sala, vuelve a oírse la voz del Padre, con mucha fuerza y con mucho sentimiento:

-Sea una mujer o sea un hombre… ¡es un alma! ¡Un alma que vale toda la sangre de Cristo! Sólo por ella, valdría la pena ir a Kenya. (1)

No hay más que decir. Para Josemaría Escrivá el valor de un ser humano, y la razón de su dignidad eminente, es que tiene un alma inmortal. «Por salvar a un alma -ha dicho no se sabe cuántas veces-, yo voy hasta las puertas del infierno.» Y no son palabras: no le importa, en momentos en que está en el punto de mira de todos los visores, ir a un prostíbulo para confesar y administrar la extremaunción al hermano de la dueña, que agoniza. Eso sí, se hace acompañar por un señor mayor, de aspecto y reputación venerables -porque él, Josemaría, es entonces un sacerdote de veintipocos años-, y exige la palabra en firme de que, en esa casa, durante todo ese día, no se hará ni una sola «cita».

Como tampoco le importa abrir las puertas de su casa de Roma a un ilustrísimo masón que, a escondidas y recomido por un cáncer irreversible, intenta reconciliarse con la Iglesia. Este hombre, que empieza diciéndole «señor» y acaba llamándole «Padre», sentirá al final, con el abrazo fuerte, entrañable y sacerdotal de Escrivá, que todo su mal pasado ha desaparecido en un instante, como una pompa de jabón… diluido en el olvido oceánico de un Dios que perdona.

A Escrivá le mueven dos pasiones que amarran en un mismo amor: la pasión de Dios y la pasión por las almas, por la gente. El núcleo de su «negocio», en resumidas cuentas, es acercar a los hombres a Dios. Sabe que la mitad del trabajo ya está hecho: Dios está, de siempre, cerca de los hombres, hablando dentro de ellos. Lo que hace falta es que el hombre, cada hombre, baje el volumen de sus bafles (bafles que emiten en estéreo esquizoide: «yo, mis cosas…», y «el mundo y todo lo demás…»), y se decida a escuchar a Dios en su conciencia. Ésa es su tarea de apóstol: conseguir que se haga el silencio en el alma. Sólo entonces suena Dios.

Cuando Escrivá dice que, de cien almas, le interesan cien, no está pensando en arrastres a granel, ni en levas de multitudes al por mayor. Por eso añade que «una a una», «tratando a cada una como a una perla única», entrando en esas conciencias con exquisita delicadeza, «de rodillas», consciente de estar pisando el hondón sagrado de la intimidad.

De cien, le interesan cien. Sin discriminaciones. De la A a la Z.

Cuando un día de 1967, en Pozoalbero, Jerez, le digan que ese gracioso pavimento de chinas, de piedrecillas redondas, en el porche lo ha trabajado un gitano, Ignacio, el enchinaor, con su cuadrilla de compadres, enseguida dirá:

-¡Hombre, me gustaría conocerle…! Id a buscar a ese artista enchinaor, y decidle que, si quiere venir, yo me estoy un buen rato con él ¡la mar de a gusto!

Diego, el guarda de Pozoalbero, va en su busca. Lo encuentra algo achispao, en la Feria del Caballo de Jerez.

-¿Monzeñó…? ¿Que me quiere conocé monzeñó? Pues me pillas con tres copitas de más… Pero ya mismo voy pa mi casa, me mamouna siesta de dos horitas, pa sudar la mona, me lavo, me pongo dominguero y voy a donde er Monzeñó… Oye, Diego, ¿puedo llevar también a mi gente?

Cuando Ignacio y toda su familia, de punta en blanco, están ya con Escrivá, no hay monzeñó que valga: Padre p’arriba y Padrep’abajo.

De pronto, a bocajarro:

-Padre, ¿uzté nos quiere mucho?

-Sí, hijo. Mira: yo a vosotros os recibo igual, igualito, que a los duques de Alba. Y a ellos y a vosotros os digo lo mismo. Porque yo soy un sacerdote que sólo sabe hablar de Dios. Y no tengo más que un «solo puchero». Me encantaría volver por aquí con más tiempo y organizar para ti y tus compadres unas reuniones, unas tertulias, en las que hablaríamos todos: vosotros me preguntaríais y yo os daría unas charlitas ¡no sermones!… Y eso podríamos hacerlo de un modo agradable, tomando unas copas ¡eh! Bueno… las copas las tomaríais vosotros; yo tomaría café. Además… ¡je!… ¡sois muy pillos!: Cuando os da la gana trabajar, lo hacéis muy bien, con mucho arte, con mucha gracia. Y cuando no queréis trabajar… ¿Qué quieres que te diga? ¡también lo hacéis muy bien! ¡nadie puede enfadarse con vosotros! (2)

Lo de los duques de Alba -Cayetana y Luis Martínez de Irujo- no es una comparación exagerada. Escrivá acaba de recibir a Martínez de Irujo en Roma. Tres años después, aprovechando unos días de estancia en Madrid, les devolverá la visita en el palacio de Liria. Y, como no tiene más que «un solo puchero», cuando Cayetana se queje críticamente de la situación de desmantelamiento que, en esos tiempos, atraviesa la Iglesia, Escrivá le dirá lo que dice a otros:

-Eso que me cuentas es una triste realidad. Pero tú y yo tenemos la obligación de callar y de rezar mucho. Y a veces tendremos que hacer como los buenos hijos de Noé, que piadosamente taparon las vergüenzas de su padre borracho… (3)

De la A a la Z… El mismo afán, la misma entrega, para atender al cardenal de São Paulo, que para procurar quedarse un rato a solas con un aparejador de las obras de Torreciudad, y darle un atinado zarandeo que le ponga un poquito más cerca de Dios.

Es un día plomizo y nublado de abril, en 1970. El Padre ha hecho una escapada a Torreciudad, para hacer una romería a la Virgen y, de paso, ver las obras del santuario. Está saludando a los santeros de la ermita antigua, Miguel Manceras y Antonia, su mujer, cuando se oye el frenazo en seco de un coche. Todavía con el casco puesto, llega José Manzanos, el aparejador. El Padre le da un abrazo fuerte y cariñoso. Después, cuando se desplacen en coche hacia otra zona de las construcciones, se interesará por este chico. Le dicen que «es un profesional magnífico; pero anda algo descentrado porque acaba de reñir con su novia, cuando estaban ya a punto de casarse…». El Padre escucha en silencio. No hace ningún comentario.

Están llegando ya a un amplio lugar excavado, donde se alzarán los futuros edificios. Ha roto a llover. Se ponen los impermeables y los chubasqueros. Desde la caseta de obras, los arquitectos, Heliodoro Dols y César Ortiz-Echagüe, explican detalles de lo que se está cimentando: «Ahí abajo irán las criptas de los confesionarios…» El Padre mira a un lado y a otro, como si buscase a alguien. En éstas, ve al aparejador José Manzanos, algo apartado del grupo y charlando con Teófilo Marco. Deja a los arquitectos con su explicación -que, en definitiva, es la razón del viaje- y se dirige hacia estos dos. Les agarra del brazo, uno por la derecha y otro por la izquierda, y chanceándose de ellos con simpatía, inicia un paseo despacio… sin importarle un bledo la lluvia. Ortiz-Echagüe se acerca por detrás, intentando proteger al Padre con un paraguas. Escrivá se vuelve, rápido, y le dice:

-¡Pero bueno, César…! ¡Déjate estar, con el paraguas… que parezco el Negus!

El Padre sigue paseando un buen rato con José y con Teófilo, de un lado a otro, en medio del ajetreo de las obras, con el ruido tremendo de las máquinas removedoras de tierra, pisando sobre el barrizal y empapándose con el aguacero.

¿De qué hablaron? Ninguno de los tres lo contó. Lo cierto es que a Manzanos aquella conversación le sirvió para serenarse, hacer las paces con su novia, y casarse enseguida. Antes escribió al Padre, a Roma, una expresiva carta en la que le agradecía «todo lo que me dijo aquel día de lluvia en Torreciudad». (4)

De la A a la Z… Llama un momento a María Luisa Cabrera y a Helena Serrano, que se encargan de la fotocomposición, en la imprenta de Villa Tevere. Les enseña una fotografía en la que se ve a dos hombres mirando un ejemplar de Camino. Escrivá señala a uno de ellos:

-¡A que no sabéis quién es éste…!

Les resulta conocida esa cara, esa sonrisa…, pero no caen en quién pueda ser.

-¡Es Walt Disney…! Y este otro, que es hijo mío y trabaja en negocios de cine, me dice que Walt Disney está encantado con Camino.

De la A a la Z… Un día del verano de 1966, Josemaría Escrivá, Álvaro del Portillo y Javier Echevarría van desde Il Castelletto del Trebbio a Florencia. Entran en un gran almacén de ropa para comerciantes detallistas. Convencen al encargado de que les venda sólo tres pantalones, a precio de por mayor, que es baratísimo: 600 liras (unas 60 pesetas), la unidad.

Mientras Álvaro y Javier escogen las tallas, pasan al probador, esperan a que se los envuelvan, pagan, etcétera, Josemaría ha tomado aparte a uno de los tenderos. Se interesa por su trabajo y por su descanso, por su familia y por su vida cristiana… También así, en un lugar de paso, con una persona a quien quizá no vuelva a ver nunca, Escrivá vive lo que escribe y predica: «Ser una brasa encendidísima, sin llamaradas que se vean de lejos: una brasa que ponga el primer punto de fuego, en cada corazón que trate…» (5)

El hombre de la tienda se queda removido y alentado, porque un sacerdote -él no sabe con quién ha estado hablando- se ha interesado por su vida y por su alma.

Al despedirse, el tendero les comenta a Álvaro y a Javier, con un guiño de simpática complicidad:

-Il vostro compagno non perde il tempo, eh, ma lo fa molto bene! (6)

De la A a la Z… Escrivá puede entrar en el corazón de sus amigos, porque antes se los ha metido en su propio corazón. Un cariño noble y sincero le da franquicia a la intimidad de ése y del otro y de aquél… Por ello, su apostolado será siempre personalísimo: «de amistad y confidencia». Y esa amistad leal con los hombres la apoya sobre el firme de una amistad leal con Dios. Él quiere a los hombres por lo que les quiere Dios. Busca en los hombres el rastro de Dios. Por eso, ningún amigo puede salirle «rana».

Josemaría tiene una facilidad prodigiosa para hacer amigos. Pero no es de esos hombres que confunden la amistad con la mera relación social, o con el trato de cortesía. No. Él sigue, atiende y cuida a sus amigos: les visita; les escribe; les invita a su casa; se interesa por su salud y por la marcha de sus trabajos; está al tanto de los sucesos alegres o tristes de su familia; saca tiempo de donde puede para ocuparse de su pequeña o grande necesidad; les hace un favor, si está en su mano; y, si llega la ocasión, da la cara por ellos. En dos palabras: sabe quererlos.

Pedro Cantero Cuadrado, que llegará a ser arzobispo de Zaragoza, es uno de tantos buenos amigos de Escrivá. Lo es desde el primer encuentro fortuito, en aquel viejo caserón de la calle de San Bernardo de Madrid, sede de la Universidad Central, en 1930. Allí, un día de septiembre, en el ajetreo de los exámenes, se conocen los dos jóvenes sacerdotes. «Enseguida -evoca Cantero- se estableció entre nosotros una corriente de confianza mutua. Nos dimos nuestras direcciones. Empezó así una amistad que duraría toda la vida (…). Era una amistad recia y estrecha. Josemaría fue entrando poco a poco en mi alma, haciendo un verdadero apostolado de sacerdote a sacerdote.» (7)

Nunca olvidará Pedro Cantero aquel atardecer del 14 de agosto de 1931, cuando inesperadamente Josemaría se presenta en su casa de Madrid. Hace un calor de bochorno y en el cielo de la ciudad aún parece flotar el humo de la violenta quema de iglesias y conventos. Pedro está decidido a dedicar el tiempo a su tesis doctoral. Ha disfrutado de unas vacaciones en Ginebra, donde ha recogido material para esa tesis. Al entrar Josemaría en su cuarto, le sorprende enfrascado en los libros. Pedro le cuenta el plan de su vida. Josemaría le escucha. A continuación, con palabras claras, incisivas y penetrantes, aunque empapadas de afecto y de amistad, le dice:

-Mira, Pedro… estás hecho un egoísta. No piensas más que en ti y en tus estudios. Y no tienes más que abrir los ojos, para ver cómo está la Iglesia hoy en España… y cómo está España misma. Son momentos difíciles, y tú y yo en lo que tenemos que pensar es en el servicio personal que podemos y que debemos prestar a la Iglesia… ¿Tu tesis? ¿Tus libros? Déjame que te diga que ahora lo que hay que hacer es ocuparse en las otras cosas… muy superiores.

A finales de ese mismo verano, Pedro Cantero decide poner entre paréntesis su opción intelectual y universitaria. Habla con Ángel Herrera Oria, y le dice que está a su disposición para trabajar con la recién fundada Asociación Católica de Propagandistas. El exigente consejo de Escrivá imprime un nuevo rumbo a su vida.

«Las palabras de Josemaría me urgían por dentro. Cuando volví a verle y le conté mi decisión, se alegró vivamente. Nuestro trato se hizo más intenso. Me animaba a trabajar incesantemente…» (8)

Juan Hervás Benet, obispo de Mallorca y de Ciudad Real, doctor en Derecho y promotor de los Cursillos de Cristiandad, es también un viejo amigo de Josemaría Escrivá, desde los años treinta. Cuando muera Escrivá, Hervás pondrá por escrito: «Nunca me había parado a considerar hasta qué punto mi amigo Josemaría era algo tan mío, tan próximo a mí, que su desaparición me dejaba tan herido, con una enorme sensación de vacío. Siempre había podido contar con él cuando le necesitaba…»

Juan Hervás se aloja, días y días, en la misma casa de Escrivá, en la calle Diego de León, de Madrid, como uno más de la familia, viendo y viviendo desde dentro la vida de los de la Obra, sin ser él del Opus Dei. Y, cuando va a Roma, tiene siempre abiertas las puertas de Bruno Buozzi 73, sin necesidad de anunciarse; y, de par en par, el corazón amistoso, fraternal, de Josemaría.

Hervás recuerda de modo especial una de sus «conversaciones romanas» con Escrivá. Él la llama «la de la noche oscura en mi alma».

Se han levantado insidias e incomprensiones, como un azote, contra los Cursillos de Cristiandad y contra monseñor Hervás, su abanderado. El artificiero de la campaña resulta ser aquel mismo Carrillo de Albornoz, que ya atentó contra el Opus Dei en 1941 y 1942. En esta ocasión, también ha interpuesto denuncias nefandas ante el Santo Oficio. Hervás llega a Roma para afrontar esas acusaciones. Viene con el alma hecha trizas. Piensa que, para Josemaría, ha de ser un plato demasiado fuerte tener que consolarle por los daños que también él ha padecido en su carne… y causados por la misma mano. No obstante, se presenta en Villa Tevere.

Escrivá le da un abrazo apretado, apretado, con el que ya le conforta y le sosiega. Después, sentados, le escucha muy atento, desde la intimidad del sacerdocio que tienen en común. Hervás no necesita entrar en detalles, porque Escrivá llega enseguida al fondo de la cuestión. Ve el problema y sin lamentaciones pasa a descorrer el telón de la verdadera solución:

-No te preocupes, Juan. No son enemigos, son «bienhechores», porque nos ayudan a purificarnos… a santificarnos. Hay que rezar por ellos… ¡Y hay que quererles! Yo he pasado por lo mismo. Te hablo, de hermano a hermano, de lo que yo he vivido y ahora te toca vivir a ti. No dejes que en tu corazón haya resentimientos ni amarguras. No temas nada de tu Madre, la Iglesia… ¡De ella sólo pueden venirte cosas buenas…! Estáte tranquilo: presta oídos sólo a la voz de la Iglesia, y hazte el sordo ante los rumores de la calle.

Pero Escrivá no se conforma con darle el aliento de sus palabras: se mueve. Sale en su defensa. Intercede. Arguye… El propio Hervás testimoniará por escrito, sugiriendo lo que por discreción no debe desvelar: «Sólo Dios sabe en qué medida pudo contribuir Josemaría Escrivá a despejar los caminos de la Providencia.» (9)

En otro orden de cosas, además de abrir su corazón, también -en la medida que puede- abre el bolsillo y da con largueza al amigo en apuros…, aunque esa magnanimidad trastorne y descabale su «hoy, ahora» más o menos tranquilo. Y no espera a que le pidan, para dar.

Es objetivamente impresionante leer una carta con la que felicita las fiestas de Navidad a sus buenos amigos, fray José de Lopera y la comunidad de los monjes del Parral, en Segovia. Con fecha de 26 de diciembre de 1943, les escribe:

«Muy querido hermano: Agradecí como no imagináis vuestra felicitación, por el nihil obstat. Que Dios os pague vuestra caridad, ¡vuestro cariño!

»Siempre os recordaremos con alegría; en especial, en estos días santos, hemos hablado con frecuencia de ti y de los tuyos.

»Vinieron por esta casica los Reyes Magos antes de hora y dejaron, para turrones de los monjes del Parral, 500 pesetas, que hoy mismo te mando.

»A todos un abrazo muy fuerte y que nos ayuden a ser santos.

»Otro abrazo para ti del pecador, que os pide oraciones.

Josemaría.» (10)

En esos tiempos de inmediata posguerra, tiempos de andar con el cinturón apretado, comprando a los estraperlistas y obteniendo con cartillas de racionamiento los víveres de primera necesidad, quinientas pesetas eran lo equivalente a la paga de un capitán durante un mes. Además, Josemaría anda entrampado y haciendo inverosímiles equilibrios para rehacer de nuevo la residencia de estudiantes que perdió durante la guerra. Pero su sentido de la amistad le lleva a volver del revés sus bolsillos… hasta la últimaperra gorda. Así es este hombre.

Otro jalón: ese sentido de la amistad no le hace reservarse para las grandes y magníficas ocasiones. Sabe estar en lo pequeño, en lo entrañable de «andar por casa», en esos detalles nimios que dan calor al vivir, y que sólo se conocen cuando se tiene acceso a la privacidad doméstica del otro.

Así, un día de Año Nuevo quiere que sus hijas sorprendan al cardenal Ildebrando Antoniutti con un obsequio de escaso valor material, pero que al viejo purpurado le hará disfrutar. Llama a Mercedes Morado y a Carmen Sánchez Merino:

-Mirad… Aunque hoy es fiesta, las confiterías estarán abiertas. Preparáis una caja bonita, con un envoltorio bonito, vistoso, que entre por los ojos… y dentro metéis un buen montón de caramelos… Pero ¡ojo! tienen que ser de una marca concreta: caramelos MU. Son baratos, pero al cardenal Antoniutti le gustan muchísimo… ¡A ver si tenéis suerte y dais con ellos!

»Pensad que, a sus años, quienes podían conocer sus gustos ya no están cerca de él. Y un cardenal también tiene su corazoncito de niño que se ilusiona… con unos simples caramelos.

»Luego le ponéis un tarjetón cariñoso y simpático, como cosa vuestra… ¡Le vais a conmover! (11)

También, desde esa clave de privacidad, sabe que su amigo el cardenal Dell’Acqua sufre con la enfermedad de su hermana Rita, una mujer ya mayor y deficiente mental por una tara de nacimiento. Escrivá quiere aliviarle en algo esa pena. Se le ocurre encomendar a dos hijas suyas, la italiana Rita Pasquale y la alemana Marlies Kücking, que estén al tanto de esa situación, siempre que puedan.

-El cardenal es amigo mío. Yo le quiero mucho, mucho… Y os voy a pedir que hagáis por él lo que yo no puedo hacer, aunque con gusto lo haría.

»Don Angelo tiene una hermana que, la pobrecita, es débil mental. Aunque la veáis mayor, es como una niña buena de diez años… Se llama Rita, Rita Dell’Acqua. Vive en casa del cardenal, en el palacio Laterano. Sor Scolástica Pavanel se cuida de ella a toda hora… Estas criaturas desvalidas necesitan mucho cariño. Os voy a dar el teléfono, para que os pongáis en contacto con sor Scolástica. También a esta sorella le convendrá un rato de distracción y un poco de afecto. Podéis invitarlas a casa una tarde, a tomar el té, cuando a ellas les venga bien… Pero no lo hagáis por cumplir: es un favor que os pido, como si se lo hiciera yo mismo al cardenal, porque es mi amigo… Que salgan, que vengan, que se lo pasen bien, que disfruten… Otro día vais vosotras a visitarlas, les lleváis unos dulces o una tarta hecha aquí… Poned en este encargo mucho corazón, dadles el cariño que yo les daría…

Luego pide a Rita Pasquale su agenda y allí mismo le dibuja un pequeño plano, para facilitarles el acceso en coche al cortile del palacio Laterano.

Desde entonces, con bastante frecuencia, les recordará que vayan, que telefoneen, que se ocupen… Es evidente: no se trata de un encargo que se transmite y se olvida. Él sufre también con el problema familiar de su amigo Dell’Acqua. (12)

De la A a la Z… Una mañana de noviembre de 1965, llega el Padre a la imprenta de Villa Tevere, acompañado de un señor mayor. Lo presenta, a las que allí trabajan, por su nombre y apellido, agregando: «es un editor inglés.»

Al pasar por una de las zonas, ve que están encuadernando la colección de cartas autógrafas que un montón de miembros de la Obra -obreros, campesinos, trabajadores manuales…- han escrito al Papa. Escrivá comenta, divertido:

-Son noblotes y sencillos estos hijos míos. Escriben sin remilgos de protocolos: «Querido Papa…» o «… se despide de usted». Pero al Papa le van a dar mucha alegría. ¡Tiene tantas cosas que le hacen sufrir!

Se acerca a ver cómo Mª José Rodríguez, Puchi, dora el sello pontificio de Pablo VI en la cubierta del tomo. Entonces, el editor exclama alborozado:

-¡Esto sí que es bueno! Mañana me recibe Su Santidad en audiencia privada. Voy a llevarle unos libros encuadernados en piel. Y he recorrido Roma entera, buscando un dorador que tuviera el troquel del escudo del Papa… ¡Inútil! ¡Nadie lo tenía! Y ahora veo que ustedes, aquí…

-Pues tú, cuando quieras algo que sea una demostración de cariño al Papa, no patees por Roma: búscalo en un centro del Opus Dei. A ver… ¿Dónde tienes esos libros?

-En el coche, Padre.

-¡Hala… tráetelos, y aquí estas hijas mías te ponen el escudo en un periquete!

El visitante está feliz. Sale apresuradamente a la calle, donde tiene aparcado el coche. Mientras, Escrivá se sienta en una silla del vestíbulo de Villa Sacchetti. Se le ve cansado, derrengado. Al rato, cuando el editor regresa con los libros, el Padre se pone en pie, ágil, elástico, con la misma vitalidad de antes.

Puchi y Helena se aplican a la tarea de grabar y dorar los escudos. Entre tanto, Escrivá y su amigo británico hablan.

-Pienso, Padre, que tendría que escribirse la «Teología de la coincidencia». Verá lo que me ha pasado…

-«Teología de la coincidencia», no: teología de la Providencia… Y ésa ya está escrita.

-All right! Es verdad… Pero voy a contarle lo que me sucedió ayer. Yo quería hacer una entrevista a cierto obispo africano, y no conseguía localizarlo en toda Roma. Iba cada día al Vaticano, a la salida del Concilio… ¡y nada! Ya me había dado por vencido. Ayer andaba yo por el centro de la ciudad cuando, de repente, empezó a llover. Paré un taxi. Pero al mismo tiempo que yo me disponía a subir, llegaba un sacerdote negro. En inglés, me dijo que tenía mucha prisa y me pidió que le cediera el taxi. Ya sabe usted, Padre, lo difícil que es pillar un taxi en Roma y lloviendo… Le dije: «Mire, le llevo a donde usted vaya, pero no le dejo el taxi, porque yo también lo necesito.» Y montamos juntos. La «coincidencia»… o la «providencia»… fue que ¡resultó ser el obispo africano que yo andaba buscando! Como no sabía que fuera obispo le llamé father, «padre», todo el tiempo…

-No te preocupes por eso. Si es un buen obispo, antes que nada tiene que ser padre

Las de la imprenta siguen con sus trabajos. Desde donde están, algunas pueden ver cómo el Padre y su amigo se han embebido en una conversación seria… Hablan en voz baja, como en confidencia. Aun sin querer fijarse, por la actitud de uno y de otro, se percibe que no tratan temas triviales, sino asuntos con entretela de intimidad.

Puchi ya ha puesto el escudo papal en todos los libros; pero uno de ellos queda poco marcado. Al editor le parece que está «¡perfecto, maravilloso!» No obstante, Escrivá, dirigiéndose a Puchi, le encarece:

-¿No te importa repetirlo… por favor? En la Obra procuramos acabar los trabajos con la mayor perfección posible… No es una manía: es el quid del Amor de Dios. Además, esos libros van a ir a parar a las manos del vicecristo…

Cuando ya el inglés se va, contentísimo con sus libros, comenta:

-Mañana el Papa sabrá de este cariño del Opus Dei a su persona. Yo mismo se lo voy a contar… Padre, ¿cómo podré pagarle todo esto… y su atención conmigo, durante esta mañana…?

-¡¿Pagar?! En mi tierra hay un refrán muy sabio que dice que «amor, con amor se paga». Tú has hecho muchas cosas buenas por la Obra. ¿Hace falta que te las recuerde? Y yo intento corresponderte, un poco, con lo único que tengo: mi oración y mi cariño. (13)

Este hombre, que hace apostolado con amistosa confidencialidad entre todo tipo de personas, desde la A de agricultores, albañiles, artistas, abades, arquitectos… hasta la Z de zapadores, zapateros, zoólogos, zurcidoras, sabe asimismo hablar a cada quien en su propio idioma, adaptándose a su mentalidad, sin trucar ni rebajar ni adulterar la verdad del mensaje. Es, ciertamente, un gran comunicador. En la conversación privada y en la predicación pública. En la penumbra del confesionario y bajo los focos del escenario. Escrivá conecta. Escrivá percute. Escrivá remueve. Escrivá imanta un seguimiento… Es un hombre con gancho, con punch, con pegada, con empuje, con arrastre… Pero le sale por una friolera su fuerza de liderazgo. Él no quiere llevar en ristre un cortejo de seguidores. Ni que le traten «como a un san Roque en la procesión». Lo único que le interesa es acercar a los hombres a Dios. Ya se ha dicho: conseguir que bajen el volumen ensordecedor de sus bafles y que en sus almas se haga el silencio… para que sólo suene Dios.

¿Y cuál es el márketing de este golpeador de conciencias? Un márketing sin efectos especiales, sin recursos de retórica, sin tácticas de penetración. Un márketing sin trampa ni cartón: la verdad, con don de lenguas. Que «no es hablar en necio al vulgo, para que entienda, sino hablar en sabio, en cristiano, de modo asequible, a todos». (14)

Materializa la doctrina, sin degradar los quilates de la palabra de Dios, con ejemplos de la vida misma, para que cada uno lo entienda como dicho en su propia lengua.

Cuando el torero Antonio Bienvenida le cuenta cómo, lidiando un toro espléndido, fuerte, bravo y noble, se le fue el santo al cielo y perdió la noción del tiempo, Escrivá, entusiasmado, le dice: «¡Eso mismo me pasa a mí, cuando hago el trabajo de la Misa… Se me va el santo al cielo… y pienso que, mientras estoy ahí, en el altar, deberían pararse los relojes!» (15)

Y a Fernando Carrasco, vinatero, le enseña a poner en sus ratos de oración «ese mismo cuidado, ese arte, ese mimo… que pones en la crianza de tus vinos: porque tú eres ¡un poeta del vino!» (16)

Y al rejoneador Álvaro Domecq, hablándole del definitivo lance garboso para pasar de esta vida al cielo «saltándose el purgatorio, a la torera», le envidia su jaca jerezana: «¡Una jaca como la tuya, Álvaro, qué bien me vendría para dar ese salto final! La jaca del Amor de Dios, necesito yo, para saltarme el purgatorio.» (17)

Otra vez será con Olinda, una antigua sirvienta de los Sarto, la familia de san Pío X. Escrivá la ha recibido ya en diversas ocasiones y le tiene sincero afecto. Carmen Ramos pregunta al Padre si preparan, para esta señora, algún pequeño obsequio: unos dulces, o un rosario… La esperan esa misma mañana, en Villa Sacchetti.

-No, no, déjalo. No preparéis nada, que yo ya tengo una cosa para ella…

Cuando llega Olinda, el Padre entra en la salita llevando un paquete ligero bajo el brazo.

Después, acabada la visita, Escrivá le explica a Carmen:

-Verás, yo estuve pensando qué podría hacerle ilusión. ¿Un rosario? No, porque ya tiene, ¡debe tener un montón! Yo mismo le he regalado algunos, en otras ocasiones. ¿Unos chocolatines? Tampoco, porque sé que es diabética… Y así, pensando en ella, me acordé de que aquí, en casa, teníamos el cuadro de la Virgen Bambina… Nos lo regalaron los sobrinos de san Pío X. Y se me ocurrió que a Olinda le gustaría tener una reproducción, porque es un recuerdo de familia y porque, ante esa imagen, ella habrá rezado muchísimas veces, cuando era jovencita y trabajaba con los Sarto. Por la cara de alegría que ha puesto, me parece que hemos acertado. (18)

Tiene, sí, la puntería de saber «pensar desde el otro». Así, casi siempre se acierta.

No son tretas ni zalamerías aprendidas con los años, para camelarse a la gente. Siempre ha actuado así. En 1941, siendo un sacerdote de 39 años, al predicar un curso de retiro en Alacuás, un pueblo de Valencia, sabe ya cómo dirigirse a aquel público, sin lisonjas fáciles, pero buscando sus valías naturales para, desde ahí, construir virtudes sobrenaturales.

Siempre se moverá más a gusto resaltando lo bueno que denostando lo malo.

Encarnita Ortega está en Alacuás en esos días de retiro, y le sorprende cómo Escrivá le da la vuelta al tópico de cartón:

-Se achaca a los valencianos que son pensat i fet, pura improvisación y falta de continuidad. Yo he comprobado que no es así. A la orilla del río Turia, aprovechan para hacer sus sembrados. Muchas veces viene la riada y se los lleva. Pero ¿creéis que desisten?: ¡vuelven a sembrar de nuevo! Y eso no es improvisación, sino continuidad y esfuerzo y perseverancia… Pues, en la vida interior, tenéis que hacer lo mismo. (19)

Lord Byron decía aquello de «quiero sacar de ti lo mejor de ti mismo». Pasada la hoja de un siglo, Pedro Salinas con el mismo anhelo: «quiero sacar de ti tu mejor tú». Escrivá no lo dice, pero lo hace. Si Rainer Maria Rilke le hubiese conocido, sin dudarlo lo habría señalado como uno de sus deseados «ángeles afirmativos», que realzan claridades y fulgores de soles allá donde los demás se ciegan viendo sólo oquedades negras y abismos huérfanos de luz.

El «comunicador» Escrivá se hace entender. Posee un indudable «don de lenguas». No sólo porque sepa decir las mismas cosas con palabras diversas, según los auditorios, que eso en definitiva es una técnica de oratoria; sino porque, sin escandalizar y sin herir, atina a clavar el dardo del mensaje exigente, pero balsamizando allí donde pueda quedar alguna irritación.

A unas irlandesas les anima a «vengarse» de los malos tratos que hayan recibido de los británicos, «con una contundente batida de oraciones», y a la vez les dice que no se consientan sentimientos victimistas, ni mucho menos revanchistas.

A los primeros alemanes que van a estudiar a Roma, reciente todavía la guerra mundial, les hace patente su solidaridad y su afecto, «porque habéis padecido, bajo el mando de un tirano… un canalla genocida». Duras palabras éstas, que aluden a Adolf Hitler. (20) Pero, pocos años después, a ésos y otros alemanes, les alertará, porque su pasión por el trabajo puede convertir sus vidas en unos cotos herméticos y egoístas adonde no tenga acceso nada que no sea materialmente rentable.

Y a los estadounidenses les pone ante la cara y la cruz de su poderío económico y de su influyente liderazgo mundial, como un desafío de responsabilidad hacia los demás.

Sí, se hace entender, y hablando con gentes de idiomas distintos del suyo. Marlies Kücking, políglota en registros germanos, sajones y latinos, recuerda su experiencia como traductora, durante varios años, en numerosas visitas de extranjeros, a los que Escrivá recibe, al final de la mañana, en Villa Tevere.

Cuando los visitantes ya están allí, esperando a que llegue el Padre, si son personas que van a verle por primera vez, suele producirse una situación de incertidumbre: ¿habla él… o tenemos que hablar nosotros? ¿qué le podemos contar? ¿cómo vamos a entendernos? ¿de qué modo se le saluda? ¿le parecerá bien que nos hagamos unas fotos?…

En cuanto el Padre entra en la salita, es como si se encendiese la luz: Escrivá llega sonriendo, llamándolos por sus nombres familiares, con los brazos extendidos como saliendo al encuentro de cada una, de cada uno… En ese mismo instante caen los envaramientos, las rigideces, los forzados cumplidos de una visita de cortesía. A los pocos segundos, ya están todos instalados en un clima de cordialidad, de simpatía, de confianza… ¡de familia! La traductora apenas tiene que intervenir, porque el Padre habla, pregunta, escucha, gasta una broma, se conmueve con esa pena que no tenían pensado contarle pero que, de pronto, fluye con espontaneidad… Los minutos transcurren en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, cuando después, a modo de rewiew, Marlies les reproduzca en su propio idioma todo lo que han hablado, se asombrarán de que, en tan poco tiempo, se hayan podido abordar tantos temas, con tal intensidad y con tal hondura. (21)

Ahí concurren sus dotes de gran comunicador -lo que se suele llamar «don de gentes»- y su incapacidad casi metafísica para atender a las visitas con politesse de compromiso, con cuatro frases rutinarias, con una buena compostura para salir del paso. No. Escrivá entra a fondo. No trivializa. Toma esos momentos como «ocasiones irrepetibles». Pone talento y corazón. Exprime el jugo de cada segundo. Se da a sus «otros» con las veras del alma. Dicho de otro modo: ni siquiera con las visitas está «de visita».

Sin embargo, el auténtico porqué de una eficacia tan larga en unos encuentros tan cortos radica en otro factor: Josemaría Escrivá jamás recibe desde su cargo de presidente general, ni desde su rango de monseñor, ni desde su estatura de fundador: en todo momento -y con toda cabalidad- él es un sacerdote. Alguien que está ahí «puesto» para hacer el contacto entre los hombres y Dios. Y exactamente eso es lo que ocurre en cada una de esas visitas: sin necesidad de diccionarios, se hace el contacto.

Una mañana de primavera, en 1970, recibe en Villa Sacchetti a un grupo de nueve o diez japonesas. Algunas de ellas no son católicas. Les acompaña Loretta Lorenz, una norteamericana del Opus Dei, que vive en Osaka.

El Padre alaba las cosas bellas del Japón, la delicadeza de sus costumbres, su tenaz laboriosidad para el cultivo de los diminutos jardines, su pericia en el mundo de la tecnología electrónica… Pero enseguida pasa a hablarles como un «sacerdote-sacerdote»:

-Dentro de un momento voy a celebrar la santa Misa. Las que no sois cristianas no alcanzaréis a entender su valor, pero sabed que tiene un valor infinito. Yo la voy a ofrecer hoy por todas las criaturas del Japón. Y ahora os doy la bendición…

Escrivá se pone en pie. Extiende ambos brazos hacia adelante, con gesto sacerdotal, como imponiéndoles las manos desde lo alto. Las muchachas se levantan también. Unas permanecen de pie, aunque inclinan la cabeza. Otras, las creyentes, se arrodillan.

-La bendición de un sacerdote es una cosa buena, como la bendición de un padre, que sólo puede traer bienes. ¡Que el Señor esté en vuestro corazón y en vuestros labios…!

En este punto, Escrivá apoya la mano izquierda sobre su pecho, mientras con la derecha traza en el aire, lenta y bien marcada, la señal de la cruz:

-En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo… Ah, quiero pediros una cosa: que roguéis -las católicas, a Jesucristo, y las no cristianas, a ese Ser Supremo en quien creéis- ¡que roguéis todas, cada una a su manera, para que yo sea bueno y fiel! (22)

Y, a modo de despedida, les hace una profunda reverencia, al estilo oriental, doblando el torso desde la cintura y apoyando las manos sobre las rodillas… Todo, con el mayor respeto a la libertad de las conciencias. Y todo, sin la menor concesión a ningún sincretismo falsamente ecuménico.

Éste es otro de los rasgos permanentes de su actuación: la certeza indesmontable de estar en la verdad. Pero sólo en ese manojo de cuestiones que son la médula de la fe y para los que reserva cuidadosamente la palabra «creo». En todo el resto del catálogo universal de opciones opinables, siempre estará dispuesto a ceder la razón al de enfrente. Ahora bien, en lo que toca al tuétano de la verdad revelada, ahí es inflexible. No transige, no se aviene a componendas ni medias tintas, no cede… «¡ni por buena educación!».

Le toca vivir tiempos de «transa» y «cambalache», por parte de no pocos clérigos acomplejados, descolocados y de convicciones vacilantes. Tiempos en los que, con sospechosa facilidad, se expiden y se aplican etiquetas que encasillan, que descalifican, que maniatan y amordazan la libertad de las conciencias para tomar tal o cual actitud ante la fe y ante la moral. Escrivá, además de no tener miedo a esos rótulos, se rebela frente a ellos. Hace como con los tópicos y con las medias verdades-medias mentiras: los vuelve del revés y los vacía de carga intencional. Y esto, con desenvoltura, con desparpajo, y con valentía, porque se arriesga a hacerlo cara a públicos heterogéneos, masivos, anónimos, que le pueden salir por un registro incómodo. Públicos no «domesticados» y preferiblemente adultos, gran parte de ellos alejados de la fe o de la práctica religiosa, que, como él mismo les reconoce, «me podéis decir: ¡Este cura, que se vaya a su casa!»

Escrivá tiene demasiados «respetos divinos», para arrugarse ante las presiones de los «respetos humanos». Le trae sin cuidado el qué dirán, caer en gracia o caer en desgracia, tener buena o mala prensa…

Dice las verdades del barquero a quien quiera escucharlas, y se ríe abiertamente de esas etiquetas con que algunos expertos en elpsychological pressing intentan bloquear la palabra y la acción de los cristianos. A contraola de las dictaduras de las modas, declara con toda publicidad:

-Yo soy tomista, paternalista y triunfalista. ¡Claro que sí! Quiero triunfar con Cristo en la cruz. La gente no quiere triunfar, porque la gloria de Cristo fue la cruz, el dolor, el colmo de los malos tratos. Yo amo el trono donde Jesucristo ha triunfado: la cruz del Calvario (…). Ahora que muchas personas por ahí lanzan sus opiniones contra santo Tomás de Aquino, yo lo admiro, lo amo y le estoy agradecido. Soy tomista. Y cuando hablan mal del paternalismo, me indigno. El paternalismo sólo puede molestar… a los que no saben quién es su padre. Yo he conocido a mi padre y le quiero, como buen hijo. Y nosotros sabemos quién es nuestro Padre, y le amamos… ¿Providencialista? No soy milagrero; creo en la Providencia de Dios. Y porque lo he tocado con mis manos, digo sin mentir que casi no necesito la fe; y a veces… podéis quitar el «casi», porque he tocado a Dios. (23)

También sale al paso de la simplista dicotomía que, en cualquier campo del pensamiento, pretende dividir a la humanidad enintegristas y progresistas. Una bisección engañadora, capciosa, hecha desde unas claves de definición amañadas e impartidas por quienes a sí mismos se autoproclaman condottieri del progreso, e incluso predeterminan en qué dirección única se ha de mover ese progreso.

Escrivá no se anda con rodeos:

-El integrismo es como una momia… Y el progresismo, como un crío indómito que rompe todo lo que encuentra. Pero, sobre todo, son dos palabras criminales: el efecto que consiguen es que muchos, por miedo a que los etiqueten y los encasillen en una de ellas, no dicen la verdad de lo que piensan. (24)

Con un grito clarísimo de libertad inconformista, y desguazando la trampa conceptual, llegará a decir:

-No soy integrista ni progresista, sino sacerdote de Dios y amigo de la verdad. Tengo la libertad de los hijos de Dios: la que Cristo nos ha ganado en su cruz. Y me siento tan libre como un pájaro que va a buscar el alimento bueno donde lo encuentra. Nosotros amamos lo que es doctrina segura, y dejamos toda la libertad del mundo en lo opinable. Por eso, si alguno piensa que somosintegristas o progresistas ¡miente! Somos hijos de la Iglesia de Cristo. Tomamos el alimento bueno… ¡y nadie puede quitarnos esa libertad! (25)

En los últimos años de su vida, de 1972 a 1975, Escrivá -que casi siempre se ha producido entre grupos pequeños y prefiriendo el apostolado personal, de tú a tú, y en confidencia- cambiará sus hábitos, lanzándose a unas maratonianas tournées de catequesis a todo trapo, ante auditorios multitudinarios e impredecibles, por Europa y por América. Extenuantes jornadas de viajes y de oralidad predicadora, con un toque muy peculiar: aunque el acto se celebre en un gran teatro y convoque a más de cinco mil personas, aquello resulta prodigiosamente una «tertulia familiar», sin protocolos ni solemnidades, en la que todo surge de modo espontáneo. No se trata de un mitin religioso, ni de unas «misiones», ni de un show fervoroso, en el que una figura carismática acapara los focos y los micrófonos, y lanza un speech ante el que los demás no tienen más opción que callar y escuchar. No es así, en absoluto. Escrivá convoca para un diálogo. La iniciativa ha de partir de los espectadores que ocupan las butacas: «Vosotros preguntad… No he venido a soltaros un sermón… Yo estoy aquí para hablaros de lo que vosotros queráis.»

¿Por qué lo hace? No hay que darle muchas vueltas: en esos tiempos, en la Iglesia se vive la resaca agria de un posconcilio mal explicado y peor asimilado. En la Iglesia católica hay demasiadas bocas mudas; demasiadas lumbreras apagadas; demasiados púlpitos estafadores, demasiados confesionarios envueltos en telarañas; demasiados catecismos criando moho en los desvanes; demasiados seminarios deshabitados; demasiadas parroquias descalabradas; demasiados fieles desbrujulados… Entre los católicos cunde la desbandada, el desplome, la anemia espiritual… Y Escrivá, que tiene tantas agallas como amor a la Iglesia, decide lanzarse al ruedo, a torear a cuerpo limpio, sin trapo y dando la cara.

Ha cumplido setenta años. Es poco lo que puede perder en la tierra. Y es mucho lo que puede ganar en el cielo. Así que, con la seguridad de quien apuesta al caballo ganador, va ¡a por todas!

No saca de la chistera ninguna doctrina nueva. Hace lo que es urgente hacer: decir con firmeza y rotundidad que el dogma y la moral cristianos permanecen inalterados, que las verdades de fe son las de siempre, que los mandamientos son los de siempre, que los sacramentos son los de siempre, que la Iglesia es la de siempre, y que Dios es el de siempre.

Después de tantos años en Roma, entre cuatro paredes, y sintiendo, como a veces ha dicho, «que el cuerpo ¡me pide una guerra…!», va a meterse en la faena de un apostolado personal a tope, descarado, que quizá a algunos les parezca troppo invadente… Pero sabe que, no por sí mismo sino porque Dios lo ha querido, en esos momentos él es «la mano de Dios tendida hacia la gente: y esa mano no puede volver vacía». (26)

Con unas «tablas» escénicas asombrosas, con elocuencia verbal, con soltura de gestos, con amenidad para el chascarrillo y con seriedad para la sacudida doctrinal, el comunicador Escrivá pone en juego durante esas «tertulias entre muchedumbres», todos los recursos de su don de lenguas y de su don de gentes.

Le escuchan la madre de familia de Caracas, el diplomático de Quito, el quiosquero de Río de Janeiro, la universitaria de Bogotá, la inválida de Barcelona, el gitanazo «patriarca» del barrio de Triana, el empresario de Santiago de Chile, el vendedor de helados de Maracaibo, el cartero de Vallecas, la india campesina de Morelos, el militar de Buenos Aires… De la A a la Z, como siempre. Meterá el cucharón en el único puchero, como siempre. De cien almas, le interesan las cien, como siempre. Y con un tuteo confianzudo, tratará de incidir en todas ellas, una a una… como siempre. Al terminar cada encuentro no preguntará «¿cómo he estado?», sino «¿alguno de éstos habrá decidido confesarse?»

En Argentina, durante una de esas tertulias, en el patio de butacas está, confundido entre la masa, un santón de la ciencia, un célebre doctísimo de fama relevante. Tiene ya ochenta y tres años y es notorio su descreimiento. Nunca se ha recatado de declarar en público que él no creía ni en Dios ni en la Iglesia. Escuchando a Escrivá, siente que se le remueve la barbacoa de su agnosticismo. Busca con la mirada y descubre por allí cerca a un sacerdote del Opus Dei. Le pide, por las bravas, que le escuche en confesión: «Quiero… éste… quiero… hacer la primera comunión.»

Este hombre no ha practicado nunca el catolicismo. El sacerdote, sin apresurarse por el entusiasmo, le pide: «¡Calma…! Primero hay que saber si está usted bautizado.» Y, como resulta que no lo está, se hacen todos los preparativos… incluyendo, es claro, la instrucción del catecismo. Esa vaca sagrada de la ciencia tendrá que aprenderse el catecismo de párvulos.

Días después, regenerado con el agua, con el óleo y con la sal del bautismo, estrena todo el candor de un neófito… a sus ochenta y tres años. (27)

Un día, estando en casa, con unos pocos hijos suyos, Escrivá hojea un libro, Dos meses de catequesis, donde se ha recogido parte de esa predicación suya, dialogada e itinerante. Lee, como a salto de mata. Luego, mirando con expresión divertida a los que están a su lado, les comenta:

-Todo esto es por providencia de Dios, por querer de Dios… No ha sido una casualidad, ni algo querido por vosotros o por mí; la iniciativa ha sido del Señor. Y yo le doy las gracias, por haberme dado tanta doctrina y tan buena… ¡y tan poca vergüenza, para exponerla en público! (28)

NOTAS

1. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
2. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
3. Ibídem.
4. Ibídem.
5. Cfr. Forja, n. o 9.
6. Relato de monseñor Javier Echevarría a la autora.
7. Un hombre de Dios. Testimonios sobre El Fundador del Opus Dei, «Testimonio de monseñor Pedro Cantero Cuadrado», Ediciones Palabra, Madrid. Cfr. AGP, RHF T-04391.
8. Ibídem.
9. Op. cit., «Testimonio de monseñor Juan Hervás Benet», Ediciones Palabra, Madrid. Cfr. AGP, RHF T-04697.
10. AGP, RHF EF-431226 (Carta de 26-XII-1943 a fray José de Lopera y monjes del Parral).
11. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
12. Testimonio de doña Marlies Kücking.
13. Testimonio de doña Helena Serrano (AGP, RHF T-04641).
14. Cfr. Forja, n. o 634.
15. Relato oral de don Javier de Mora-Figueroa.
16. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
17. Ibídem.
18. Relato oral de doña Carmen Ramos.
19. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
20. Relato oral de don François Gondrand a la autora.
21. Testimonio de doña Marlies Kücking.
22. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
23. AGP, RHF 20761, pp. 743-744. AGP, RHF 2077 pp. 26, 56, 188. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
24. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
25. AGP, RHF 20761, p. 712.
26. Testimonio de doña Marlies Kücking.
27. AGP, RHF 21165, p. 90.

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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