El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO X: Una fe con sangre en las venas. En el umbral del misterio del hombre. Aquí, vivir y orar no se dan la espalda. El pulso de la plegaria. Rezar soñando y soñar rezando. Una víbora en Gagliano Aterno. Del coñac, a la Trinidad. Sobre el abismo, en Verona. El training de lo divino. Dios espectador y Dios habitante. Sus poderosos aliados. «Así me avisaba mi ángel.» «Un di nella reggia mi hai sorriso…» «¿De dónde te habrán echao?» Una oración a cincel. La cámara nunca miente. Apretando la mano de Dios. «Mi celda es la calle.» Un balcón que da al infinito. Lo radical de Escrivá. «Ámame siempre como hoy.» Descubrimientos. Un encuentro cósmico: la misa. Le temblaban las manos. Un hombre hincado ante Dios. La bella agonía de las rosas. Dios ama el lujo. «Soy de latón.» En el tajo del altar. Sacerdote de sol a sol.

¿Quién se asoma sin vértigo al brocal del alma de otro hombre? ¿Quién se atreve a viajar con soltura por la intimidad de otro hombre? ¿Quién tiene la audacia de pisar lo profundo, lo secreto, lo recóndito, lo sagrado de otro hombre? ¿Quién se arriesga por esa selva oscura o por ese abismo blanco que es siempre el misterio de otro hombre? Se diría que, llegados a ese umbral, oímos, como Moisés en el Sinaí: «descálzate, porque el lugar que pisas es tierra santa».

¿La vida interior de Josemaría Escrivá de Balaguer? Siempre con el paso inseguro, tímido y respetuoso de quien se interna en lo más improfanable de cualquier «tú», se puede decir que -desde muy temprano y hasta su hora final- Escrivá es un hombre que vive de lo que reza y que reza de lo que vive. Y lo uno y lo otro, intensamente. El argumento de su oración es su propia vida. Y en su vida no hay otro argumento que el de su oración. Sin quiebras, sin fracturas, sin sobresaltos, sin interrupciones. La oración, en Escrivá, no es algo acotado entre paréntesis, en medio de su jornada. No. Es la respiración, es la nervadura y es la savia de todo su actuar. En él, vivir y orar jamás se desentienden, jamás se dan la espalda. Más que actividades sucesivas, son actitudes superpuestas; un modo, contemplativamente activo, de estar en el mundo.

Cada instante, incluso durmiendo, llegará a convertirlo en pulso de plegaria. Al despertarse en la noche, se dará cuenta de que «rezaba soñando». Y sabrá que convertir el sueño en oración es un don. Y percatarse de ello, una gracia.

Con toda naturalidad, Josemaría va y viene, trabaja, come, habla, estudia, pasea, ríe, canta… siempre consciente de estar viviendo en presencia de Dios.

¿Cuál es la reacción de una persona, cuando intenta encender una cerilla y no prende; y otra, y tampoco prende; y otra más… sin conseguir que arda la diminuta cabeza de fósforo? Lo normal es pasar de la paciente insistencia a un comentario de este tipo: «¡están húmedas!», o «¡qué mal fabrican ahora las cerillas!». Cuando a Escrivá le suceda esto, un día de abril de 1971, queriendo encender una vela ante la vidriera de la galleria della Madonna, su reacción instintiva, al tercer intento, será decir: «Como nosotros, cuando nos resistimos a la gracia, cuando nos cuesta darnos, y tenemos que decir: ure igne Sancti Spiritus, quema tú, Señor, con el fuego de tu Espíritu… Se pone un poco de buena voluntad ¡y ya está!» (1)

En la medida en que a un hombre le es posible, Josemaría no se distrae… ni con las distracciones: ve una botella de coñac, y fijándose en la etiqueta de la marca 103, comenta que esos números pueden servir como industria de memoria, para unirse a la Trinidad Beatísima: «Dios Uno. Dios Trino… Y el cero soy yo.» (2)

Aparece la imagen del globo terráqueo en la carátula del telediario, y encomienda la paz del mundo a Santa María, Regina pacis.

Unas hijas suyas cantan, rasgueando las guitarras, una canción mexicana: «Yo no sé lo que valga mi vida, pero yo te la vengo a entregar…» Escrivá está escuchando y disfrutando. Hace una reflexión a media voz:

-Yo sí sé lo que vale mi vida… ¡Toda la sangre de Cristo!… Seguid, seguid cantando, hijas, que ya me habéis dado tema para mi oración de esta tarde. (3)

Pero esa presencia de Dios continua y consciente no le extasía, no le aísla, no le saca del entorno; le lleva hacia los demás, a preocuparse y ocuparse de los demás. Un ejemplo: durante el verano de 1967 pasa tres semanas de descanso, cambiando de trabajo y de escenario, con Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, en un antiguo caserón que les ha prestado la baronesa Lazzaroni, en Gagliano Aterno, por los Abruzzi. El último día, ya en pie de marcha, Javier Echevarría se da una vuelta por la habitación donde han trabajado todo ese tiempo, para ver si se dejan algo olvidado. Al salir, se encuentra con una culebra. Toma una badila, de entre los hierros de la vieja chimenea, le asesta un golpe contundente en la cabeza y la deja allí, muerta, sobre el suelo. Al terminar su «cacería», se encamina hacia el coche donde ya aguardan Escrivá y Del Portillo. Con aire ufano y con énfasis triunfal, les da «novedades»:

-¡Acabo de matar heroicamente una víbora!

-¿Estás seguro de que la has matado?

-¡Completamente seguro, Padre! Le he dado un golpe muy fuerte, y se ha quedado seca, sin movimiento… No ha sido difícil, porque la serpiente se escurría por el pavimento de baldosas y no se me podía escapar…

Cualquier otro se hubiera «distraído» con el relato de la aventura. Sin embargo, Escrivá piensa inmediatamente en los demás: piensa en sus hijas, que aún van a permanecer en Gagliano Aterno ordenando y cerrando la casa:

-¿Has avisado a tus hermanas?

-No, Padre…

-¡Pues ya estás haciéndolo! Si no, menudo susto se llevarían al entrar en la habitación y encontrarse esa bicha en el suelo… ¡Ah, y diles que tengan cuidado, no sea que haya más! Acuérdate de los alacranes que hemos matado estos días dentro de la casa… (4)

Si para el físico todo es precisión, si para el artista todo es estética, para este hombre todo es presencia de Dios. Por eso es atento con las personas. Por eso es cuidadoso con las cosas. Por eso es aprovechador del tiempo. Por eso, todo, lo grande y lo pequeño -el astronauta Armstrong pisando la luna, un grifo que gotea-, antes o después le lleva a desembocar en la realidad de lo divino. Ciertamente, toda su vida es una ascesis de entrenamiento, un training esforzado, para aprender a moverse en esa atmósfera de lo divino.

Quiere decir mucho más de lo que se le entiende, cuando habla del «endiosamiento bueno». Impetuosa o sosegada, esa vivencia delo divino es, al fin, su pasión. Todo es presencia de Dios. Pero no de un Dios distante, lejano, inalcanzable… Un Dios que se supone. No. Para Escrivá, Dios es un Ser tan cercano, tan accesible, tan íntimo, que es a la vez su espectador y su habitante.

Un Dios espectador. Muchas veces habla Josemaría de quien se siente cansado, árido, frío, y ha de rezar como si hiciera, no una farsa, pero sí una comedia: «¿Una comedia? ¡Gran cosa, hijo mío! ¡Haz la comedia! ¡El Señor es tu espectador! (…). La Trinidad Beatísima nos estará contemplando, en aquellos momentos en los que “hacemos la comedia” (…). ¡Ser juglar de Dios! ¡Qué estupenda es esa recitación llevada a cabo por Amor…!» (5)

Ante ese «espectador divino», Josemaría se siente visto y oído. Más: mirado y escuchado. Más: atendido y asistido… Más aún: contemplado. Sí, esa asistencia del Espectador hace que el comediante sea, a un tiempo, contemplador y contemplado. Josemaría se mueve con el corazón a sus anchas, sabiéndose, no escudriñado, sino mirado con recreo por su Dios. Tiene un Espectador que le sonríe y le estimula. Nunca está solo. Siempre está acompañado.

Y un Dios habitante. No aparecen en la vida interior de Josemaría largos estadios de noche oscura, de soledad interior, de desierto espiritual. Por el contrario, quienes conviven con él, participan en sus tertulias, oyen sus meditaciones, leen sus escritos o charlan con él de cualquier cosa, a lo largo del día, se dan cuenta de que, con la misma naturalidad con que respira, anda siempre entrando en un trato jugoso y conversador con «los huéspedes» de su alma en gracia. Cree y vive la misteriosa realidad de la inhabitación trinitaria; a poca confianza que se tenga con él, es fácil observar que su privacidad más íntima está habitada, poblada, por la Trinidad. Su alma es alojadora. No hay campo para la soledad.

A ello se añade la fortísima compañía de la «comunión de los santos». Para Josemaría, los ángeles y los santos no son ni entelequias de bazar teológico ni fósiles de relicario. Tiene una amistad amena y dialogante con ellos. Entre los santos busca y consigue a sus más eficaces patronos e intercesores en toda coyuntura de necesidad; y entre los ángeles y arcángeles, a sus más poderosos aliados. Cuando Escrivá habla de san José, de los apóstoles Pedro, Pablo y Juan, de Nicolás de Bari, de Tomás Moro, de Pío X, de Catalina de Siena, del cura de Ars… o de los arcángeles Rafael, Gabriel y Miguel, no habla propiamente como «un devoto», habla como un amigo. Y con cada uno tiene un trato singular, personal, individuado. Conoce dónde está el punto fuerte de cada quién, qué asuntos debe encomendarle, qué favores puede solicitarle…

Y no sólo se acuerda «de santa Bárbara cuando truena», sino que sabe admirar el celo sacerdotal de Juan Bautista María Vianney, o el ardiente amor a la Iglesia de Catalina de Siena, o la valentía heroica de Tomás Moro… Y, como amigo, les visita a su paso por Ars, o por Siena, o por Canterbury… También, cuando viaja a Coimbra, se acerca a venerar los restos de Santa Isabel, Infanta de Aragón y Reina de Portugal; y dando unos golpecitos sobre la urna, le dice con llaneza: «¡Eh, aragonesa, que soy de tu tierra: a ver cómo te portas con tus paisanos!» (6)

Los sobrinos de san Pío X le irán regalando, porque saben que las estima, diversas prendas de la indumentaria del santo y de su mobiliario doméstico. Entre ellas, un sobrio reclinatorio que Escrivá usará para rezar arrodillado sobre él, y un solideo de moarébianco sporco. Cuando recibió el solideo, el 6 de enero de 1971, antes de buscarle un adecuado emplazamiento, lo besó y se lo colocó, dejándolo unos instantes sobre su cabeza:

-Me da devoción ponérmelo… y le pido a san Pío X que me dé fortaleza: la fortaleza de roca, que me hace falta. (7)

Con los ángeles custodios tiene un trato de especial confianza. Al suyo le pide incontables «servicios»: desde que le ayude a encontrar un papel que ha perdido, hasta que le despierte por las mañanas. Durante años le llama «mi relojerico» porque, no disponiendo de un reloj fiable, recurre a él para que le avise a tal y a cual hora. Cierto día, en Roma, leyendo un pasaje de los Hechos de los Apóstoles que relata la escena en que a Pedro, en la cárcel, se le aparece su ángel, y le despierta tocándole con fuerza en el costado, percussoque latere, comenta a Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría:

-Así, así, golpeándome en un costado, me avisaba mi Ángel custodio por las mañanas, cuando era la hora de levantarme…

Con frecuencia dirá a alguna hija suya:

-Ayer te vi por la calle, de lejos… y, como siempre que os veo, te encomendé a tu Ángel custodio.

Ésta es una costumbre muy arraigada en Escrivá. Un día recibe en Villa Tevere al arzobispo de Valencia, don Marcelino Olaechea, que llega acompañado de un canónigo, secretario suyo. Se abrazan con cariño. Les une una fuerte amistad de muchos años. Aún están de pie, cuando Escrivá pregunta al anciano prelado:

-¿A quién piensa que he saludado primero, al entrar aquí?

-A mí. Me ha saludado a mí, ahora mismo…

-Se equivoca usted, don Marcelino.

-A ver, Josemaría, explíquese…

-Cuando alguien va acompañando a un personaje, hay que saludar primero al personaje ¿no es cierto?

-Sí… y, precisamente hoy, yo vengo con mi secretario…

-No. Usted viene con su Ángel custodio. ¡Él es el personaje! Hace muchísimos años, quizá más de cuarenta, que no saludo a nadie sin antes saludar a su custodio. Y eso ¡me ayuda tanto a vivir la presencia de Dios! (8)

Pero la vida interior de Josemaría Escrivá, aunque diversa y bien abastecida, no es un catálogo de devociones, ni un dechado de prácticas piadosas. No tiene pasta de beatón. Le gustan las devociones esenciales, las que le llevan flechado a encaramarse y adentrarse en la «vida familiar» de Dios. «Meterse.» Utiliza ese verbo mate, estrecho y colocón, en el sentido casi físico de hacerse un sitio, buscarse un hueco: colocarse. La audacia de su vida espiritual es «meterse» en las escenas del Evangelio, como un personaje más; «meterse» en los misterios del rosario, como un niño intrépido; «meterse» en las llagas de Cristo crucificado, como el ave asustada se refugia en las hendiduras del roquedal; «meterse», en fin, en las relaciones de Amor de las tres divinas Personas. Andando el tiempo, descubrirá un atajo para llegar a la Trinidad del cielo: el trato doméstico, adentrado y familiar, con la que él llama trinidad de la tierra: José, María y Jesús:

-Me encuentro muy a gusto con la trinidad de la tierra. A veces me enfado conmigo mismo, y me digo: Josemaría, tienes una fórmula que no sabes aprovechar. Te vas de la trinidad de la tierra a la Trinidad del cielo, pero sólo con la lengua… ¿Por qué no te vas todo el santo día, con el corazón, a hacerte un cielo en la tierra, en medio de tantas cosas desagradables? (9)

No hay razón para ese reproche: Escrivá se va de continuo, con el corazón y con la mente, a acompañar a su Dios. Mercedes Morado recuerda que, estando trabajando una mañana en la sala de sesiones, de pronto, entre un asunto y otro, el Padre les comenta:

-Yo, hijas, en este rato que llevo aquí con vosotras, ya he acudido con mi corazón muchas veces al Señor, para pedirle gracias, luces, ayudas… y también para pedirle perdón. Lo hago de modo habitual. Me gustaría acompañar al Señor, físicamente, estando muchos ratos en el oratorio. Pero no puedo hacerlo tanto como quisiera, porque he de trabajar. Sin embargo, desde el cuarto de don Álvaro, que es donde trabajo casi siempre, voy y vengo, con la imaginación, hasta el sagrario… y allí, con el deseo, saludo y acompaño al Señor. (10)

Y al decir «voy y vengo» se toca la frente con el dedo índice, y describe un itinerario en el aire, como indicando un trayecto mental.

En otra ocasión es Marlies Kücking quien le escucha unas palabras similares, también en pleno trabajo de gobierno de la Obra, y en esa misma sala de sesiones:

-Ahora mismo yo no estoy aquí solo, con don Javier y con vosotras. Estoy haciendo oración. Estoy en la presencia de Dios. Y esto no me supone un gran esfuerzo: es como el latir del corazón. Pero, igual que si el corazón se para sobreviene la muerte, si yo llegase a perder un minuto esa visión contemplativa, me hundiría. Por eso, aunque a veces hay motivos, nunca pierdo la serenidad más de dos minutos: ¡enseguida la recupero! (11)

En Escrivá, un hombre tremendamente activo, ese estado habitual orante llega a ser como una segunda piel. No se trata de hallazgos de luces fortuitas, ni de impulsivos arranques de fervor. No es algo sobrevenido, sino buscado: él se adiestra en un continuo diálogo interior con Dios, valiéndose de sencillas oraciones vocales, jaculatorias, retazos de salmos, comuniones espirituales, actos de amor… Para cada jornada inventa un «santo y seña», una parola d’ordine, y la repite mentalmente, mientras trabaja y va y viene por la casa. Muchas veces se encuentra con alguien por la galleria della Campana, o por cualquier otro lugar de paso, se detiene un momento y le pregunta en voz baja:

-¿Cuántas comuniones espirituales has hecho hoy, hijo mío?

Y en otras ocasiones:

-¿Cuántas jaculatorias le has dicho ya al Señor?… Yo le he dicho ¡miles!

Normalmente, no aguarda a que el interpelado le responda. Esa simple pregunta es ya un «despertador» para que el otro reactive su presencia de Dios. Lo sorprendente no es la pregunta en sí, sino que la formule a horas muy tempranas de la mañana, cuando está comenzando el día.

Vive en esa atmósfera de lo divino. Por ello no pierde la serenidad, ni en situaciones de alta tensión, de fuerte dramatismo, de riesgo grave. Así, el 4 de febrero de 1963, viajando hacia Venecia. Escrivá y Javier Echevarría acompañan a Álvaro del Portillo, que ha de resolver unos asuntos con el patriarca, cardenal Urbani. La carretera está, a tramos, cubierta de hielo. El arquitecto Javier Cotelo, que es quien conduce, no se ha percatado del peligro. Después de pasar Rovigo, a cuatro kilómetros de Monselicer, el coche empieza a deslizarse hacia atrás, metros y metros. No hay modo de frenarlo. Es un vehículo viejo y tiene los neumáticos muy gastados, sin relieve de agarre al pavimento. Después de descolgarse un largo trecho, da varios giros sobre el eje y patina, embalado, fuera de control, hacia el borde de la carretera. Choca contra el pretil de piedra. Ese mismo impacto lo frena en seco, cuando ya está a punto de despeñarse por un precipicio. Pero queda en un equilibrio inverosímil: medio coche, sobre el asfalto; el otro medio, suspendido en el aire.

Del Portillo, que va sentado atrás junto a Escrivá, observa su reacción: «Muy sereno, muy tranquilo. No hay en su rostro expresión alguna de temor o de zozobra. Desde el primer momento empezó a decir jaculatorias, actos de contrición y arrepentimiento, actos de amor… Le vi tan metido en Dios, y con tan apacible confianza, que yo hice lo mismo: rezar intensamente.» (12)

La piedad de Josemaría Escrivá no es ritualista, no se queda en la mera fórmula de unas palabras trilladas: él las descubre, las toma, las hace suyas, las personaliza, las vive y revive, encontrándoles cada vez un perfil inédito, una nueva hondura. No se cansa de meditar sobre muy antiguos textos de la Biblia. Les levanta la piel vieja y apergaminada, traduciéndolos jugosamente, vitalmente:

-Ut iumentum factus sum apud te , como un borrico estoy delante de ti, et ego semper tecum, pero tú estás siempre conmigo. Esto es la presencia de Dios. Tenuisti manum tuam dexteram meam. Yo acostumbro a decirle: me has tomado por el ronzal, et in voluntate tua deduxisti me, y me has hecho cumplir tu voluntad; es decir, me has hecho ser fiel a mi vocación. Et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo bien fuerte. (13)

Otras veces serán las palabras de Isaías: «Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre: tú eres mío», (14) a las que llegará a sacarles «sabor de panal y de miel»… Porque nunca lee la Escritura como una palabra proferida en tiempos remotos, fosilizada por el paso del tiempo, sino como una interpelación de Dios, en presente, en acto, y dicha… al oído del alma.

Un día, está en el comedor de la Villa Vecchia, hablando con dos hijas suyas, Helena Serrano y Montse Amat, de unos asuntos de instalación y decoración. Sobre la mesa hay una lámpara cuya pantalla está hecha con un pergamino de libro coral antiguo. Escrivá empieza a hacer girar lentamente la lámpara, para descifrar el texto latino escrito bajo el tetragrama. De pronto, se le ilumina el rostro:

-¡Qué cosa más bonita! ¿Os lo leo? «Jesús, música maravillosa para el oído que te escucha… miel dulcísima, para los labios que te nombran… delicia para el corazón que te ama…» ¡Qué verdad tan grande! (15)

Es lo que llama «distracciones al revés» (16) : no sólo no olvidarse de Dios, entretenidos con las cosas del mundo, sino que esas mismas cosas de tejas abajo lleven a acordarse aún más de Dios. No se trata de un escapismo espiritualista que, mirando al trasluz los asuntos civiles -sociales, profesionales, culturales, económicos- para ver detrás a Dios, resbale tanto la mirada que deje de ver esas cosas materiales, o desatienda esos temas. Escrivá recomienda más bien lo contrario: «materializar la vida espiritual», buscar y encontrar a Dios en lo vulgar y corriente, en las ocupaciones seculares de la vida humana: «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.» (17)

Por eso se emociona cuando una hija suya, cantante de ópera, Teresa Tourné, a su paso por Roma le cuenta su vivencia de la presencia de Dios en pleno escenario, incorporando el personaje de una esclava en la Turandot de Puccini, justo en el recitado musical de la frase «perchè un dì nella reggia mi hai sorriso» (porque un día, en la cámara real, él me sonrió). Y no es que, en ese punto, a Teresa Tourné se le fuera «el santo al cielo». Exactamente al revés, era ahí donde su canto, animado por una emoción superior y delicadísima, se hacía auténtico bel canto, trabajo de Dios, operatio Dei: Opus Dei.

La fe de Josemaría Escrivá no es una fe intelectualizada, fría, teórica; lo que podríamos llamar una fe sin sangre en las venas. Escrivá cree con todo su corazón y con todas sus fuerzas de hombre. Su vida interior tiene entrañas de amor afectivo; por eso se conmueve, con la reciedumbre y la ternura de su virilidad, cuando le llevan la imagen de un Niño Jesús de barro policromado, hecho por Palmira Laguéns, una hija suya escultora. Chus de Meer, Paquita Medina, Cuqui Quiroga y Mercedes Morado, entre otras, están en el salotto de la Montagnola ese día de Navidad de 1969 y presencian el momento en que el Padre se acerca a la cuna, mira al Niño, sonríe, lo toma en sus manos, lo alza, lo levanta alto, alto, en el aire, como si jugase con una criatura de verdad; empieza a hacerle «fiestas» y a besarle y a acariciarle, mientras le dice palabras cariñosas, mimosas, sin reparar en que le están mirando:

-¡Precioso! ¡Guapo! ¡Chato! ¡Niño mío…! ¡A éste me lo quedo yo! (18)

Tampoco disimula su emoción el día que le enseñan una bella imagen de la Virgen, desechada de una iglesia en Suiza, y adquirida en alguna almoneda. Es una talla espléndida, de tamaño natural, en madera estofada. Presenta señales evidentes de abandono y será necesario restaurarla. La han colocado de modo provisional en el aula de Villa Tevere. Escrivá quiere ir a verla enseguida, «para darle la bienvenida». Entra, aligerando el paso, con ilusión, con prisa, con ganas de saludarla. Ya desde lejos rompe a echarle piropos y requiebros:

-¡Madre mía… Madre nuestra! ¿De dónde te habrán echao? ¡Eres muy hermosa!

La mira de frente. Se acerca. La Virgen está sentada en un sitial dorado y envuelta en un manto azul cuajado de estrellas. Escrivá le besa la mano, mientras sigue hablando con ella.

-Quizá estabas en una catedral, o en una iglesia muy grande, y acudían a ti, a rezarte, miles de almas… Vengo a darte la bienvenida. ¡Bienvenida a nuestra casa, Madre mía, Madre nuestra! Aquí vas a estar muy bien tratada… Procuraremos hacerte olvidar estos descuidos… Madre mía, tú sabes que eres la Reina del Opus Dei… ¡Sí, eres nuestra Madre, nuestra Reina, nuestra locura… y tú lo sabes! (19)

Desde aquel día, habrá siempre flores frescas junto a los pies de esa Virgen.

Escrivá quiere a la Virgen como un buen hijo quiere a una buena madre. Acude a ella en todo y para todo. La trata con confianza y cercanía, cierto de que ella está viva y glorificada ya en los cielos.

Una vez, Helena Serrano le cuenta:

-El otro día, visitamos Santa Práxedes. Vimos allí un relicario que, según indica un rótulo, contiene «tierra del sepulcro de la Virgen». A mí me extrañó, Padre, porque nunca se me había ocurrido pensar que a la Virgen la hubieran enterrado…

-¿Y por qué no? ¿Murió el Hijo? Murió… Por tanto, no repugna a la razón que también muriera la Madre… Aunque yo, soy su hijo… Bueno, hijo suyo lo soy…, pero, soy su Hijo, con todo el poder de Dios, y ¡por supuesto, que a mi Madre le evito ese mal rato! (20)

Escrivá en ningún momento quiere ser imitado por sus hijos. Incontables veces les dice que él no es modelo de nada, que el único modelo, el único arquetipo, es Jesucristo. Pero hace una salvedad: «si en algo quiero que me imitéis, es en el amor a la Santísima Virgen.» Su devoción es un cariño de carne y hueso, viril, que recorre toda la gama de las emociones humanas. Cualquier imagen de la Virgen, por ser de María, le encanta, le enamora. Incluso, aunque estéticamente sea poco agraciada o de tosca factura. En momentos de grande menesterosidad, cuando en 1924, cuatro años antes de la fundación del Opus Dei, Escrivá se movía vacilante entre luces y sombras, barruntando que Dios le proponía y le pedía algo…, pero algo que él no acertaba a distinguir, una de sus plegarias más encendidas, más instantes, más perentorias, la dejó trazada a cincel, roturada con un clavo de hierro, en la base de la columna de una pequeña imagen de la Virgen del Pilar, de ésas de yeso pobretón, hechas en serie… Pasado mucho tiempo, en 1960, y a través de Pily Albás, pariente de Escrivá por la rama materna, se encontró y recuperó esa imagen en Zaragoza. Cuando Encarnita Ortega y Mercedes Morado se la enseñaron, en la Villa Vecchia, Escrivá no la reconoció; habían transcurrido treinta y seis años.

-¡Qué imagen… más feíta!

-Es suya, Padre.

-¿Mía? ¡No puede ser…! Yo no recuerdo haber comprado nunca una imagen así…

-Sí, mírela, hay una cosa escrita por usted…

Mercedes puso la estatuilla boca abajo, de modo que quedara a la vista la cara inferior de la peana. Allí, más que escrito, grabado con un clavo, y con la letra y los trazos enérgicos, inconfundibles, de Josemaría Escrivá, se leía: «Domina, ut sit! 24.5/1924.»

Era la oración apremiante que el joven Josemaría hacía en aquellos tiempos. Se dirigía a Jesucristo con las palabras del ciego Bartimeo: «Señor, ¡que vea!» (Domine, ut videam!). Y a Santa María, con una súplica similar: «Señora, ¡que sea!» (Domina, ut sit!). La fecha, 24 de mayo de 1924, convertía aquella pequeña imagen de escayola barata en una prueba irrefutable de cómo el Opus Dei fue una fundación sobrevenida a Escrivá que, durante años y años, desde 1918, rezaba para que existiese lo que todavía desconocía. Él no estaba inventando, ni fabricando, ni fundando nada. Él pedía que se realizase aquella demanda que Dios había puesto en su alma, pero rezaba de un modo genérico, sin entrever siquiera lo que estaba pidiendo: ¡que sea! ¡Que lo que tenga que ser, sea! Una oración a ojos cerrados, de fibra muy semejante al incondicional «hágase».

Contempló la fea estatuilla en silencio, y volviéndose a Del Portillo, que estaba también allí en ese momento, le dijo:

-Que aparezca esto ahora es… como un mimo de Dios: un testimonio más, una prueba patente de la oración mía de tantos años. (21)

Escrivá siempre asegurará, con énfasis rotundo, que la Virgen «ha sido la gran protectora, el gran recurso nuestro, desde aquel 2 de octubre de 1928 ¡y antes!» (22) … «Nosotros hemos estado siempre -como Jesús- pegadicos a su Madre, María, la Madre de Dios, que ha sido la Madre del Opus Dei, la Reina del Opus Dei, nuestra hermosura…» (23)

Y, no como quien endereza unos halagos, sino como quien levanta acta de unos sucesos históricos de los que ha sido testigo, dirá:

-Nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Ha sido la Madre buena que nos ha consolado, que nos ha sonreído, que nos ha animado en los momentos difíciles de la lucha bendita para sacar adelante este ejército de apóstoles en el mundo. (24)

Bajo el sello de la Obra -la cruz dentro de una circunferencia que simboliza el mundo- suele aparecer una rosa, a realce: la rosa de Rialp, una vieja historia emocionante, constatación agradecida de esa solicitud de la Virgen hacia el Opus Dei.

Durante más de veinte años, Helena Serrano, experta fotógrafa y residente en Villa Tevere, tuvo ocasión de hacerle numerosas fotografías a Escrivá de Balaguer. Su testimonio tiene la desnuda objetividad de un ojo detrás de una lente. Ella ha puesto por escrito muchos de sus recuerdos. Parece claro que Escrivá no posaba nunca, no se ponía «a tiro» para ser captado por la cámara: había que vencer su pudor natural a ser fotografiado, y sólo cedía cuando Álvaro del Portillo le indicaba que podía hacerlo. En no pocas ocasiones, al pasar junto a Helena, le decía en voz baja:

-Hija mía, no me hagas más fotografías… ¡y reza por mí!

O también:

-¡Anda, Helena, sé buena…! Hazles fotos a tus hermanas, y a mí ¡déjame en paz!

Durante muchos años sólo permite que, mientras celebra misa, las fotografías se hagan o antes de la consagración o después de la comunión: «nunca, mientras el Señor esté sobre el altar.» Sin embargo, a partir de 1967, cuando al socaire de los cambios litúrgicos en demasiados lugares se tratan sin el debido respeto las especies eucarísticas, Escrivá decide que, precisamente para subrayar, afirmar y honrar más la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo sobre el ara, las fotos se tomen también en los momentos de alzar la Forma o el Cáliz, al hacer el celebrante las genuflexiones de adoración, al besar el altar… Esas fotografías no son para componer ningún álbum personal, sino para ilustrar publicaciones internas del Opus Dei, como Noticias o Crónica, que se difunden por todos los países del mundo donde trabajan las mujeres y los hombres de la Obra. Con todo, no agrada a Escrivá que la presencia de la cámara y el relampagueo de los flashes le distraigan de la recogida intimidad con que se entrega a «vivir» su misa.

Así, un día del Corpus, en 1968, mientras celebra en el oratorio de Pentecostés, Ana Lorente y Helena Serrano, después de tomar una secuencia, se acercan más al altar, para captar unos primeros planos. Escrivá se dirige a Javier Echevarría, que está a su lado, oficiando de acólito, y le dice en voz baja pero con autoridad:

-¡Tan cerca, no…! Mejor que se vayan… Una cosa es una cosa y otra cosa es que yo me distraiga durante la Misa. ¡Eso ni hablar!

En otra ocasión, exactamente el 6 de enero de 1972, Helena quiere registrar el momento -muy usual, cuando el Padre pasa a estar un rato con sus hijas- en que se detiene a besar una pequeña imagen de la Virgen de Loreto, que está en el rellano de la escalera de la Montagnola. Escrivá, al verla allí, ya dispuesta con su cámara, le pregunta:

-Helena, ¿qué haces tú ahí?

-Quería sacarle una foto, besando a la Virgen…

-¿Y tú quieres que yo sea un hipócrita… que haga la comedia de besarla… para que tú me fotografíes?

Duda un instante, pero enseguida continúa:

-No voy a ser un hipócrita, porque le voy a dar un beso de verdad… ¡un beso de los de verdad!

Helena Serrano ha dejado escrito en uno de sus relatos:

«Tenemos montones de fotos del Padre: celebrando misa, rezando el Ángelus o el rosario, besando la cruz de palo o una imagen de la Virgen, dando la bendición, haciendo una genuflexión al pasar ante un sagrario… ¡y en ninguna de esas fotografías aparece distraído! La cámara, fría, mecánica, inexorable, no perdona ni unas arrugas, ni un rictus duro, ni una expresión desangelada, o contrariada, o desatenta, ni una mala postura, ni unos kilos de más… Por eso mismo, si no hubiera otros testigos, bastaría acudir al archivo fotográfico para ver que la piedad del Padre afloraba a su rostro de un modo inevitable. La cámara lo vio. Y la cámara nunca miente.» (25)

Pero esa presencia de Dios continua y vivida con tal naturalidad no se improvisa. Es posible, porque hay un firme soporte: el cañamazo, el tejido recio de un plan de vida reglado, sometido a la dictadura del reloj y al margen de las ganas o de la desgana. Es posible, porque se viven unas normas. Las normas del Opus Dei. Citas con Dios y con la Virgen, distribuidas a lo largo y a lo ancho del día. Escrivá tiene el mismo plan de vida que cualquiera de sus hijos o de sus hijas en la Obra: desde el serviam! (¡serviré!), con que besa el suelo al levantarse de la cama, en el instante mismo de ser despertado, hasta el último pensamiento de la noche, que ha de ser también para Dios. Y en ese tracto de la jornada: dos medias horas de oración mental, la misa, la acción de gracias después de comulgar, la lectura del Evangelio y de algún libro de espiritualidad, el rezo del rosario, el Ángelus o el Regina Coeli al mediodía, la visita al Santísimo, la recitación de las preces de la Obra, el examen de conciencia, intenso, sincero, estimulante, más atento a retomar fuerzas para la lucha que a una introspección autocrítica… Y todo ello regado con abundantes actos de amor, comuniones espirituales, acciones de gracias, incisivas y breves jaculatorias, actos de desagravio, consideración frecuente de la realidad de ser hijo de Dios… A esas normas, el Padre agrega, como sacerdote, la lectura del breviario y, como presidente general del Opus Dei, el rezo penitente del salmo Miserere, postrado de bruces en el suelo, antes de acostarse. Ya en la cama, y a punto de sumirse en el sueño, aún se dirige de nuevo a Dios, como si le hablase por última vez en este mundo, en un acto rendido de aceptación de la muerte: «Señor, cuando Tú quieras, como Tú quieras, donde Tú quieras…» (26)

Josemaría está jovialmente ilusionado con esa búsqueda de lo divino. Por ello vive las normas de su plan de vida cada día, con una distinta tonalidad, con una perspectiva diferente. La monotonía es imposible. Los lunes, todo lleva una especial dedicación hacia las almas de la Iglesia purgante. Los martes, la vida interior se anima con el concurso poderoso de los Ángeles custodios. Los miércoles, Escrivá se agarra con fuerza a la mano de san José, patrono de la Iglesia universal, patrono de la Obra y asequible maestro del trato con Dios. Los jueves, esas normas se ponen todas como al servicio de la Eucaristía; ese día las pinceladas, los acentos, los matices, buscan espabilar en la conciencia el sentido de la adoración, de la petición, de la expiación y de la gratitud, es decir, los cuatro inmensos fines de la misa. Los viernes hay una búsqueda, intimista de Jesús en su pasión y en su muerte. Un Jesús adorable porque es Dios, imitable porque es Hombre. Los sábados son un agasajo de cariño a santa María Virgen. Y los domingos, una fiesta luminosa, dorada, en honor de la Trinidad: en el Opus Dei -obra y trabajo de Dios- el día dominical se convierte en recreo de Dios, en juego de Dios, en descanso de Dios.

Después de haberlo pensado y ponderado mucho en su oración, Escrivá de Balaguer, como fundador del Opus Dei, se atreverá a decir que sale garante de la felicidad final de quienes cumplan cada día esas normas del plan de vida: «Ese hijo mío, esa hija mía, tiene asegurada su perseverancia: le garantizo el cielo.» No cabe decir más.

Pero nada más lejos que una concepción de observancia árida, rutinaria y practicona. Él vive esas normas, y las enseña a vivir, como ilusionados «encuentros con el Señor». Encuentros personalísimos, apalabrados y fijados de antemano, sin anonimatos colectivizantes: un yo y un Tú enhebran un diálogo vivo y con pulso, que recíprocamente les concierne y les afecta.

Un día está con dos hijas suyas, una colombiana y otra alemana. En cierto momento, hablando de las normas, les explica que han de ser algo entrañable, incluso efusivo, «como un apretón de manos». Y para dar más expresividad a sus palabras, se levanta y lo escenifica. Tiende su mano derecha al sacerdote acompañante y éste, en pie, corresponde dándole la suya.

-Yo puedo saludar así, de un modo correcto, frío, por pura cortesía, por formulismo, por cumplir… O saludar así: con calor, con afecto, con fuerza, ¡con alma! (27)

Esa vida interior, precisamente por ser «vida», viajará con él, le permitirá estar en la vivencia de lo divino en cualquier lugar, en cualquier situación: en la sala de espera del dentista, desplazándose por la ciudad en un medio público de transporte, disfrutando de un rato de tertulia… Como acostumbra a decir, con expresión italiana: nel bel mezzo della strada, en mitad de la calle. Una persona del Opus Dei, sin hacer cosas raras, lleva el recogimiento por dentro, y las realidades de fuera ni le dispersan ni le distraen; antes bien, son el genuino escenario de sus encuentros con Dios. Por eso Escrivá afirmará bien persuadido: «Nuestra celda es la calle.»

Salvador Suanzes, Pilé, le pregunta, un día de 1960, concluidas ya las obras de Villa Tevere:

-Padre, de todos los oratorios de esta casa, ¿cuál le gusta más?

-¡La calle!

La cara de asombro de Pilé es inenarrable. Escrivá sonríe. Luego, consciente de que ha tocado la médula de «la unidad de vida», el quid de la espiritualidad del Opus Dei, le explica:

-A mí me gustan todos los oratorios de esta casa. Pero… me gusta más la calle. No es una simple frase bonita lo de que «nuestra celda es la calle». Y tú, Pilé, hijo mío, y tantas hijas e hijos míos, tendréis que hacer muchas veces la oración por la calle. ¡Y se puede hacer la mar de bien…! Aunque, siempre que podemos, la hacemos en una iglesia o en un oratorio: ante el Señor, que está realmente presente en el sagrario. (28)

En esa ensamblada «unidad de vida», el trabajo y la oración no sólo no se dan la espalda, ni se estorban, sino que forman una eficiente sinergia. Esto se entiende de modo muy plástico estando en Villa Vecchia, en el cuarto de trabajo desde donde Escrivá «fabrica», impulsa y difunde la ingente Obra que Dios le ha encargado. Aunque casi siempre utilice el despacho de don Álvaro, que es más amplio y soleado, es interesante detenerse en su propio rincón de estudio y de trabajo.

Asombra, es una paradoja, que el «cuartel general» de tan dinámica movilización de santidad y de apostolado sea un exiguo y reducido «cubil» de apenas tres por tres metros, abovedado, de paso, sin más luz que la que le llega por un ventanuco, desde un recoleto cortile interior. Sobre el dintel de una de las puertas, una inscripción: «Oh, cuán poco lo de acá. Oh, cuán mucho lo de allá.» Las paredes, tapizadas de libros muy gastados por el uso estudioso. Un crucifijo. Algunos simpáticos dibujos de borricos de carga. Fotografías de seis entre los primeros del Opus Dei: Álvaro del Portillo, José María Hernández de Garnica, José Luis Múzquiz, Pedro Casciaro, Ricardo Fernández-Vallespín y Francisco Botella. Un arte de pescador. Una linterna de minero. Un aislador de vidrio verde, recogido de algún poste de telégrafos, cuya finalidad es recordar a Escrivá que él debe ser siempre transmisor de un mensaje. Un curioso recuerdo de la guerra civil española: una chapa de hojalata, identidad de cierto soldado: «E 333171.» Y en el viejo cordel que la ensarta, diez nudos prietos y pequeños, suficientes para llevar las cuentas de las avemarías del rosario, atrincherado o a descubierto, en el frente de batalla. No hay ni un archivo, ni una grabadora, ni una máquina de escribir.

Pero en ese mínimo cuarto de trabajo, pobre taller de un audacísimo soñador («¡soñad… y os quedaréis cortos!»), hay un desahogo, hay una despensa, hay una caja fuerte: en la pared del lado izquierdo de la mesa, una puerta de cuarterones, que parece de un armario empotrado, se abre a una especie de balconcillo… que, para sorpresa de quien nunca antes ha estado allí, da a un oratorio. Es una minúscula tribuna, un palco. Sólo cabe un asiento con reclinatorio. Abajo y enfrente, un bellísimo altar dedicado a la Trinidad.

Ahí se comprende, de manera cabal, de dónde saca Josemaría Escrivá, cada día, la energía luminosa de apóstol que la Obra de Dios le exige. Ahí está el secreto de su ímpetu incandescente. Ahí, el lobby de su poderosa influencia. Ahí, la fórmula de oro de su fe y de su audacia. Ese balcón, con ser tan pequeño, da al infinito.

El ora et labora es, en Escrivá, un «continuo» que se retroalimenta en el fluido ir y venir de la oración al trabajo y del trabajo a la oración. Sin rupturas, sin puntos y aparte, sin tabiques fronterizos, sin estancos, sin cortocircuitos. Puede decir y dice que no distingue entre la oración y el trabajo: porque andará siempre ocupado, pero siempre en cosas que de Dios le vienen y a Dios le llevan.

Ciertamente, Josemaría Escrivá es un hombre de una pieza. No ya por su temple indesmontable, sino porque en él la interioridad y la exterioridad se acoplan y se empastan de un modo enterizo, sin desdoblamientos, sin dobleces, sin estéreos. Pero afirmar eso no pasa de ser un ejercicio adjetivo. Más sustantivo, más medular, más quintaesencial es señalar lo que en este hombre es siempre unahora pujante, un ahora radical, un ahora total: él es un sacerdote de Jesucristo. Ésa es su realidad totalizante. En todo ahora de su existencia, sin distraerse jamás, Escrivá se sabe y se siente hombre elegido, puesto y ungido para hacer lo que otros hombres -por sabios, ricos o poderosos que sean- no pueden hacer: celebrar la misa. Todos los momentos de todas las jornadas de toda su vida se centran y se arraigan en su misa. Ése es el qué de su vivir. Renovar el sacrificio del Calvario no es sólo el acto más cimero de cualquiera de sus días: es lo que les da razón de ser. De ahí parte todo. Ahí desemboca todo.

Divide cada de sol a sol en dos amplios tramos: medio día, para preparar y desear la misa, el otro medio, para agradecerla y saborearla.

Josemaría no es introspectivo, pero en el examen nocturno, después de aquilatar lo que no ha hecho bien, lo que ha hecho mal y lo que podía haber hecho mejor, carga toda la potencia de sus afectos en lograr «un corazón contrito y humillado». Le apremia recuperar el candor y restaurar «con lañas» su barro desportillado: calzarse las sandalias del hijo pródigo que vuelve a casa y entonar el leit motiv optimista y alegre de quien estrena andadura: nunc coepi!, ¡ahora comienzo! (29) Acabará su examen, sellándolo con un propósito menudo pero bien afinado. Un propósito en el que se alían el amor y el ingenio.

Tampoco es escrupuloso, pero la finura de la piel de su alma le impele a limpiarse por dentro cada vez con más exigencia, cada vez con más detalle, cada vez con más claridad, para descubrir «algún pequeño mohín de disgusto que a Ti, Dios mío, te haya podido doler». Y buscará a don Álvaro, para que le oiga en confesión, una, dos o varias veces por semana. Y la razón, hay que insistir, no es otra que adecentar y limpiar todas las potencias de su alma y todos los sentidos de su cuerpo. ¿Para qué tanta «higiene»? Para ser, con la mayor dignidad posible, el propio Cristo, ipse Christus, cuando al día siguiente celebre la misa.

Una noche, al terminar la tertulia con sus hijos, Escrivá se levanta, rápido y sin remoloneos. Su costumbre es que, a partir de ese momento, empieza un tiempo que llama «de silencio» o «de mayor silencio». Como todos están disfrutando con la conversación que habían enhebrado, uno de los presentes, Emilio Muñoz Jofre, protesta con cariño, tratando de retener al Padre un rato más. Ya de pie, Escrivá le dice:

-Hijo, ¡qué poco me conoces… o qué poco me quieres! ¿No sabes que yo, a estas horas, estoy deseando quedarme a solas con mi Señor, con mi Dios? (30)

No es un «corte» desatento. Es que hambrea de esa soledad, soledad silenciosa y sonora, con Dios. Obedeciendo el consejo de aquel antiguo proverbio: adoraturi sedeant, y consciente de que va a ser oferente y adorador del más egregio sacrificio, se dispone a entrar en la quietud, en el reposo vigilante, en la serenidad del ánimo, en el apaciguamiento de todo impulso, en el sosiego de toda turbación. Quiere tomarse tiempo para «sentar el alma».

Si no tiene que viajar o ausentarse de casa, Escrivá celebra su misa al mediodía, después de haber desarrollado media jornada madrugadora de intenso trabajo. Quince minutos antes, le avisan para que pueda prepararse, de modo más inmediato, rezando solo en el oratorio. Da importancia grande a este preámbulo, en el que se dispone para actuar ante el altar de modo «digno, atento y devoto».

En cierta ocasión, los asuntos de trabajo se complican y prolongan más de lo previsto, y, como él no usa reloj, se ve mal sorprendido cuando Javier Echevarría le advierte: «Padre, se nos ha echado el tiempo encima y es ya la hora de su misa.»

Más que contrariado, malhumorado por tal precipitación, se dirige hacia la sacristía. Con ese estado de ánimo, comienza a revestirse: el amito, el alba, el cíngulo, la estola, la casulla.

Cuando acaba de celebrar, permanece -como todos los días- diez minutos dando gracias. Después, llama a Echevarría y a Ernesto Juliá. Uno y otro le han visto antes, serio y adusto, y les sorprende verle ahora con la mirada tan chispeante de emoción y de alegría:

-Venía disgustado, de mal humor… Y así empecé a revestirme. ¡Con genio! Pero ya, al besar el amito y recitar la oración Impone, Domine, capiti meo galeam salutis…, noté que esas preces me salían ¡bordadas! Y luego, toda la misa ¡una maravilla!, como si la hubiese preparado horas y horas… En la acción de gracias le he dicho al Señor: «Quiero que me quieras siempre como hoy… ¡Ámame siempre como hoy me has amado!» (31)

De continuo, descubrirá nuevos y más profundos sentidos a las distintas oraciones de la misa y a las rúbricas y gestos más nimios. Un día será una formidable experiencia de la fuerza de Dios, al decir como tantas veces «nuestro auxilio está en el nombre del Señor»(adiutorium nostrum in nomine Domini). Otro día, la convicción gozosa de que el Amor de Dios es eternamente joven, cuando nada más comenzar la misa recite el «me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud». Su comentario, exultante, parece el de un muchacho enamorado: «¡nunca podré con este Amor volverme viejo!» Y eso lo dice después de rebasar el listón de los setenta años.

En otra ocasión, se maravilla ante el inesperado hallazgo de un filón de luces sobre la misa como acción de la Trinidad:

-Hasta hoy no había captado en toda su belleza esos «remates» litúrgicos, que no son añadidos sino cantos a las tres personas de la Santísima Trinidad: «Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo»,… ¡con qué confianza nos dirigimos a Dios Padre!…, «que contigo vive y reina, en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos». Yo siento, cada vez con más fuerza, la necesidad de tratar a las tres divinas personas, distinguiéndolas, una a una, sin separarlas… (32)

Y también, predicando unos momentos antes de celebrar, dirá con el deleite de quien por adelantado paladea algo muy agradable:

-Dentro de unos momentos me llegaré a celebrar la Santa Misa, a tener un encuentro personalísimo con el Amor de mi alma (…). Besaré el altar, con besos de Amor. Y tomaré el cuerpo de mi Dios y el cáliz de su Sangre y lo levantaré sobre las cosas de la tierra, diciendo: «Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso», ¡Por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor! (33)

Y otras veces recuerda que la misa es una cita universal en el espacio y en el tiempo, un encuentro cósmico, de eficacia incalculable, en el sacrificio mismo de Cristo:

-Uníos a la oración de todos los cristianos que han rezado, rezan y rezarán a lo largo de los siglos. Y, especialmente, a la de vuestros hermanos: a los que tenemos ya en el cielo, a los que se purifican en el purgatorio y a los que están repartidos por toda la tierra, combatiendo valerosamente las batallas de paz -pequeñas o grandes- de la vida interior. Así, al celebrar la Santa Misa, además de ser Cristo y de saberme rodeado de ángeles, me sabré también coreado por el clamor de la oración de todos mis hijos, y tendré fuerza para urgir al Señor: exaudi orationem meam, et clamor meus ad te veniat!, ¡escucha mi oración y llegue a ti mi clamor! (34)

Porque, aunque no suele referirse al sacrificio del altar como «asamblea», es fortísima su vivencia personal de la misa como magna reunión de familia. Ahí se encuentra con la Iglesia que ya ha triunfado, con la Iglesia que todavía purga y se purifica, con la Iglesia que aún milita y combate en la tierra. Ahí se encuentra con la gran familia de la Obra.

Si de continuo encomienda a todas sus hijas y a todos sus hijos «de todos los tiempos», esa súplica se hace más intensa al acercarse al altar para celebrar la misa. Sin pronunciar palabra alguna, en la intimidad de su conciencia, piensa:

-¡Ahí, en la patena y en el cáliz, junto a la Hostia y junto a la Sangre de mi Señor Jesucristo, nos encontraremos todos! (35)

Un día de enero de 1973, al terminar la tertulia, el Padre llama a uno de sus hijos, Rafael Caamaño, que está de paso en Roma. Quiere charlar a solas con él, paseando por la galleria del Torrione.

Hablan de temas diversos. En cierto momento, Escrivá mete las manos en los bolsillos de su sotana. De pronto recuerda algo que le ha sucedido esa misma mañana, y se lo cuenta a Rafael con toda naturalidad:

-Tenía un vivo deseo de celebrar la Santa Misa muy recogido. Cuando bajaba hacia el oratorio, un chiquito de Bilbao, que me acompañaba, me preguntó: «Padre, ¿qué quiere que encomiende?» Y yo le contesté: «Pues mira, pide que hoy celebre la misa muy bien.» Comencé la misa y al poco rato, una tontería…, pero no sé por qué, empezó a sangrarme la nariz. Y con la preocupación de que no cayera alguna gota de sangre sobre el altar, no pude recogerme como yo quería.

Saca entonces del bolsillo un trozo de algodón y se lo enseña a Caamaño:

-Lo llevo, por si vuelve a surgir la hemorragia…

Luego agrega sonriendo:

-Claro que no estuve tan distraído como para olvidarme de «poneros» a vosotros, a todos mis hijos, en la patena… especialmente a los que están enfermo

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

Contactos