El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO XCAPÍTULO XI  / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO IV: Villa Tevere, puertas adentro. La casa del padre de familia. Severas palestras, junto al Tíber. Cincuenta mil kilómetros, en el grosor de una puerta. El «banquero» del Opus Dei. «¿Dónde dormiré esta noche?» Diez años entre andamios y albañiles. «Rezamos más que comemos.» Un zarpazo en el alma.

Recorren Roma de punta a punta, buscando casa. No una casa cualquiera: ni un barracón, ni un palacio, ni una mansión de burgueses, ni un cuartel de soldadotes, ni un hotel de paso, ni un inmueble de oficinas… Ha de ser, para ahora y para los siglos, la casa del padre de una familia muy muy numerosa. Ha de ser la sede central del Opus Dei, con carácter perdurable, con presencia digna, con capacidad alojadora y crecedera, en previsión de un futuro en el que acudirán allí a vivir, a estudiar y a formarse hombres y mujeres de todos los países del mundo.

En la tienda de antigüedades que un judío tiene en Piazza di Spagna, el Padre y don Álvaro le han echado el ojo a una preciosa talla barroca de la Madonna. Baratísima: ocho mil liras (ochocientas pesetas). Es una ocasión que no quieren dejar escapar, pensando ya en la próxima sede. Pero habrán de pasar varias semanas, más de un mes, hasta que logren reunir esa cantidad. (1)

Detrás de Escrivá no hay ningún mecenas, ningún promotor, ningún magnánimo patrocinador. En esos momentos, para contar las vocaciones de la Obra en Italia, bastan los dedos de una mano. En España, se trabaja ya de modo estable en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza, en Valencia, en Bilbao, en Granada, en Valladolid, en Santiago… Pero las jóvenes que viven en Los Rosales, además de estudiar, crían pollos y cultivan hortalizas para asegurarse el puchero. También los chicos, en Molinoviejo, conjugan los estudios y las obras de ampliación de la casa con la puesta en marcha de una pequeña granja. Y no se les caen los anillos a los flamantes arquitectos, ingenieros, físicos, abogados o matemáticos, mientras batallan con las gallinas, los cerdos y alguna que otra vaca lechera. El polvillo residual del carbón se amasa con yeso y sirve para alimentar la calefacción. Y en la cocina inventan unas sofisticadas hamburguesas… de arroz cocido y machacado. Son soluciones provisionales y pintorescas, para salir del paso. Pero ésa es la fotografía real de la intendencia financiera del Opus Dei, en esos años.

La Italia de la posguerra es una curiosísima república aristocrática donde princesas, duques, condes y marquesas pululan, menesterosos pero dignos, por los salones venidos a menos de la que fue una esplendorosa alta sociedad. Algunos están a la última de las noticias de casas que se alquilan, palacetes que se traspasan, muebles que van a ir a la almoneda, tapices, lámparas y cuadros que se venden… todo «de particular a particular», con la discreción de la pobreza vergonzante y por un pequeño puñado de liras.

Un día, suena el teléfono en Città Leonina. Al otro lado del hilo, la princesa Virginia Sforza-Cesarini. Gestos de extrañeza entre quien tiene aún el auricular en la mano y los otros de la casa… No la conocen.

-He sabido que están buscando ustedes una villa, una residencia… Quizá yo sepa algo que les pueda convenir. Estaría encantada de recibirles en mi domicilio a la hora del té…

Acuden Escrivá y Del Portillo. La princesa Sforza-Cesarini es una dama afable y encantadora, pero la oferta que les hace, en nombre de un tercero, no les interesa; entre otras razones, porque la casa está fuera de Roma. El Padre aprovecha la visita para hablar a esta señora de amor a Dios, de vida de oración, del valor del sufrimiento. Luego le explica qué es el Opus Dei, cuál ha de ser la envergadura de sus apostolados por el mundo entero y cómo esa tarea ha de bombearse desde el corazón de la Iglesia: Roma. (2)

Virginia Sforza ha quedado bien impresionada y se dispone a ayudar en la búsqueda del inmueble. Pocos días después, vuelve a ponerse en contacto con ellos: «Tengo algo que me parece interesante.» Y lo es. Se trata de una villa grande, con jardín edificable, en el barrio del Parioli. Pertenece a un aristócrata, el conde Gori Mazzoleni, que quiere venderla para irse de Italia. La casa había sido alquilada como embajada de Hungría ante la Santa Sede, pero esa representación diplomática ha cesado, tras la ruptura de relaciones entre el gobierno comunista de Hungría y el Estado Vaticano. El propietario desea venderla cuanto antes y sin intermediarios.

El Padre, Álvaro del Portillo, Salvador Canals y algún otro más van a ver la villa. Hace chaflán entre el viale Bruno Buozzi y la Via di Villa Sacchetti. El jardín llega hasta la Via Domenico Cirillo. El conde Gori Mazzoleni les recibe en la vivienda del portero, que es donde se aloja: la zona noble del inmueble continúa ocupada por algunos funcionarios y empleados de la legación de Hungría que, aun contra todo derecho, remolonearán en su marcha y seguirán ahí durante casi un par de años.

Al Padre le gustan la situación de la casa, la amplitud del terreno edificable, el estilo quattrocento florentino del pabellón principal… Y encarga a don Álvaro que inicie los trámites para adquirirla. Como no tienen dinero, lo único viable es comprar la propiedad dando una entrada simbólica. Después, proceder a su hipoteca y, con el importe de ese crédito, pagar al vendedor.

Serán Del Portillo, Canals y un abogado amigo, el doctor Merlini, quienes regateen y negocien. Logran reducir tanto la cantidad fijada al inicio, que casi parece un regalo. Pasados dos o tres años, esa finca valdría treinta o cuarenta veces más. Pero lo cierto es que, aun siendo una cantidad pequeña, en esos momentos no disponen de ella. Se emplean en la esgrima del «sablazo», pidiendo a todos los que pueden dar. Consiguen del dueño de la villa que les formalice la venta sin cobrar… entregándole, en prenda, unas cuantas monedas de oro que guardaban para confeccionar un vaso sagrado. Como no quieren perderlas, estipulan en el contrato que esas arras les sean devueltas en cuanto abonen la cantidad total. Y se comprometen a efectuar el pago íntegro en dos meses. La única condición de Gori Mazzoleni es que el precio convenido lo abonen en francos suizos. Por lo demás, él esperará a que los compradores reúnan el dinero. (3)

Cuando, después de firmar el contrato, a las tantas de la madrugada, Álvaro del Portillo y Salvador Canals regresan a Città Leonina, el Padre está esperándoles; no sólo despierto, sino rezando, de rodillas, en el oratorio. (4)

-¡Ha aceptado las monedas de oro… y nos da de margen un par de meses! La condición que pone es que le paguemos en francos suizos…

Escrivá de Balaguer se echa a reír y se encoge de hombros, sorprendido y divertido:

-¡No nos importa nada! Nosotros no tenemos ni liras, ni francos… Y al Señor le es igual una moneda que otra. (5)

Después, cuando pida a sus hijas que recen por este asunto, les dirá, con un guiño de pillería:

-¡Pero no os equivoquéis de moneda: tienen que ser francos suizos! (6)

Aún están pendientes los pagos, cuando el conde Gori Mazzoleni se encuentra un día por las calles de Roma a Encarnita Ortega y a Concha Andrés. Detiene su coche y las lleva a Città Leonina. Durante el trayecto se deshace en elogios hacia don Álvaro:

-Para mí, no es sólo una persona honrada, con quien he tenido un trato comercial, le considero un amigo leal, un consejero prudente… y un sacerdote admirable. (7)

Algún tiempo después, cuando ya los de la Obra se hayan trasladado a la villa de Bruno Buozzi y vivan en la zona de la portería, el conde va a visitarles. Pasa al interior de la que fue su vivienda y, fijándose en el brillo de los suelos, le pregunta a Salvador Canals:

-¿Habéis cambiado el pavimento?

-No. Es el mismo… pero limpio. (8)

Lo habría podido decir igual, algo más tarde, si hubiese visitado la parte noble de la casa: a unas paredes se les había lavado la cara; otras se habían tapizado, aunque ahorrando tela en las superficies que iban a ir cubiertas por algunos cuadros grandes; los propios miembros de la Obra se emplearon a fondo en la decoración, pintando los techos, las vigas, las jambas de las puertas… Eran las mismas habitaciones, pero con muchas manos de limpieza y de pintura artesanal.

Desde julio de 1947 y hasta febrero de 1949, que es cuando los inquilinos húngaros abandonan la villa, los de la Obra vivirán en esos dos pisos de la portería. Arriba, la administración y el comedor; abajo, la residencia, Il Pensionato.

Son pocas las habitaciones y muchos los residentes. A cada metro cuadrado se le da un multiuso intensivo. En algunos momentos tienen la impresión de estar en un autobús a la hora punta. Sólo hay una cama «puesta», una cama estable, con patas y somier. Por las noches se despliegan colchonetas, como en los campamentos. Sin dramatizar, incluso con humor, el Padre recordará más tarde esta extraña e incómoda forma de vivir: «Como no teníamos dinero, no encendíamos la calefacción. Tampoco teníamos sitio donde dormir. No sabíamos en qué lugar descansaríamos por la noche: si junto a la puerta de la calle, en ese rincón, o en aquel otro. Había una sola cama y la reservábamos por si alguno caía enfermo (…). Vivíamos, como san Alejo, debajo de la escalera.» (9)

En esa evocación, lo que Escrivá omite es que, en cuanto alguien estaba resfriado o tenía un amago de gripe, él mismo se adelantaba, extendía su petate bajo la mesa del comedor y allí se echaba a dormir. O que, si le encendían una rudimentaria estufa eléctrica, la apagaba porque le repugnaba estar él calentito, mientras sus hijos pasaban frío.

Durante el día, todos ayudan en las obras y en la decoración, estudian, van a las universidades pontificias y realizan un intenso apostolado con otros chicos universitarios. Pronto se extenderá el Opus Dei por varias ciudades italianas: Turín, Bari, Génova, Milán, Nápoles, Palermo…

A los equilibrios para pagar la propiedad adquirida y para proveer a la manutención de todos ellos, se añaden los gastos de las obras iniciadas. Durante once años vivirán entre andamios, piquetas, trasiegos de capataces, albañiles, carpinteros, fontaneros… a los que hay que pagar inexorablemente cada sábado, a la una y cuarto del mediodía.

Es Álvaro quien da la cara: solicita créditos, firma letras, pide dinero prestado. Él mismo ha contado algo -no todo- de las dificultades con que se topaban para costear los materiales de las obras y pagar semanalmente a los obreros su justo salario:

«La primera vez pudimos pagar sin problemas, porque habíamos ahorrado algo de dinero, pero la segunda ya no. Y empezamos a buscar por toda Roma gente que nos prestase la suma necesaria. Una persona se ofreció, pero al día siguiente vino diciendo que había que hipotecar la finca, cosa completamente desproporcionada para la cantidad que pedíamos. Habíamos perdido un día. Se acercaba el sábado, y debíamos pagar a los trabajadores por encima de todo.

»Por fin, hablamos con el abogado Merlini, que tenía una perilla muy simpática y era un hombre muy piadoso, muy bueno y un competente jurista. Él nos había ayudado en la compra de la casa y en muchas otras gestiones. “Esta vez -dijo-, por casualidad tengo un dinero que me ha dejado un cliente y del que puedo disponer durante un año.” Nos lo prestó sin intereses, y eso dio para pagar dos semanas.

»Después, el Señor hizo que pudiéramos ir arreglándonos a base de letras y de equilibrios. Era desnudar a un santo para vestir a otro: una locura, una fuente de sufrimientos. ¿Y cómo pagamos? Es un milagro. No se sabe cómo, pero pagábamos siempre.» (10)

Un día Álvaro cae enfermo. Tiene cuarenta grados de fiebre. El Padre se acerca a la cabecera de su cama y, viéndole tan mal y tan preocupado porque «llega el sábado… y la hora de los salarios», le pregunta:

-Alvarico, hijo, ¿y qué pasa, qué puede pasar, si por una vez no les pagamos, y esperamos hasta tener el dinero?

-¿Qué puede pasar?… A mí, ir a la cárcel no me importa. Pero está por medio la honorabilidad de la Obra.

-Pues entonces… levántate y ve a buscar ese dinero donde sea.

Mientras aguarda el regreso de don Álvaro, Josemaría Escrivá ha ido, como tantas veces, a pedir a sus hijas una batida intensa de oraciones por esa gestión. Se le ve hondamente afectado:

-¿Seré yo un canalla?… A Álvaro lo estoy matando… Pero no tenemos otra solución: él es el único que puede ir a los bancos y resolverlo, porque le conocen y le fían. Con una partecica, sólo con una partecica, de lo que él lleva sobre sus hombros, yo ya me habría muerto…

Después, para quitar hierro a la tensa situación, agrega con buen humor:

-La enfermedad que tiene mi hijo Álvaro se le curaría enseguida si le pusiéramos sobre el hígado un buen fajo de liras… O mejor: ¡de libras esterlinas!

Al rato, Del Portillo vuelve de la calle. El Padre sale a su encuentro:

-¿Lo traes?

-Sí, Padre.

-¿Y cómo lo has conseguido?

-Como siempre, Padre, obedeciendo. (11)

Al fin, encuentran una empresa constructora, de la que es propietario Leonardo Castelli. Este hombre ve los trabajos emprendidos y los planos de lo que se proponen acometer. Entiende que no es un proyecto de circunstancias, sino que ha de hacerse a conciencia, porque es una obra que debe perdurar siglos. Se fía de la bonhomía y de la honradez de don Álvaro… y decide actuar como contratista: en adelante, Castelli abona el sueldo a los obreros cada semana. Incluso refuerza el número de operarios para que aceleren la construcción. Del Portillo tendrá que afrontar la factura de Castelli cada sesenta o noventa días. La deuda no mengua, pero el plazo para pagar es más holgado.

Sin embargo, nadie baja la guardia. Todos en la casa se aprietan el cinturón. Madrugan, porque han de ir andando a las universidades, para ahorrar el dinero del trolebús o del tranvía. En esas largas caminatas, calzan alpargatas y llevan los zapatos a mano en un paquete: así no desgastan las suelas. Durante el trayecto, uno de ellos va leyendo en voz alta el tema académico del día, y los demás estudian a ritmo de footing callejero. Una cajetilla de veinte cigarrillos, troceada con habilidad y precisión, permite obtener hasta sesenta mini-pitillos. ¡Más cornás da el hambre! Y todo lo llevan con un garbo formidable.

Como la Villa es grande, tiene siete puertas a la calle. Dejan sólo dos de ellas al uso y clausuran las otras. Pero el dinero no les llega ni para que lo zio Carlo, un carpintero que conocen de Città Leonina, confeccione unas guardas con tablas de cajón. Carlo les hace sólo la mitad. Pasado un tiempo, cuando ya pueden pagar, termina su trabajo. Mientras, con periódicos y sacos tapan las junturas y las rendijas para burlar el frío.

Por entonces, en marzo de 1948, Josemaría Escrivá sufre una parálisis facial a frigore, pero sólo se enteran tres personas. Jamás le gustó preocupar a nadie con sus dolencias. Sólo lo contaría bastantes años después:

-Yo también he estado con la cara así, hace veintitantos años. Hay tres testigos de esto, en Roma. Pero no fue una broma del ambiente; fue que no teníamos dinero para la calefacción, y allí había una humedad morrocotuda… (12)

Se han metido en obras de gran calado para dar cabida a las oficinas y a la residencia del Consejo general y de la Asesoría central. Durante muchos años han de vivir también ahí los profesores y alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz, que hasta 1974 no se trasladarán a Cavabianca, y las profesoras y alumnas del Colegio Romano de Santa María, que en 1963 se instalarán en Castelgandolfo. Además de la nutrida plantilla de la administración doméstica, que debe atenderles a todas y a todos. Desde luego, más de trescientas personas.

Un día, paseando por alguna zona de la casa con uno de sus hijos, el marino Rafael Caamaño, Escrivá le explica que muchas de las soluciones arquitectónicas o decorativas han sido tomadas de otros ambientes, en diversos lugares, callejeando por Roma o viajando por Italia. «No se trata -le dice- de ser originales, sino de conseguir las cosas bien hechas.» Y después, como riéndose porque algunos puedan creer que esa casa tiene ínfulas de gran mansión, agrega con expresión divertida:

-Hemos copiado tantas cosas bonitas de un sitio y de otro, que aquí todo tiene antepasados y genealogía… Además, cuando algo se copia, se puede mejorar, más barato y con menos defectos. (13)

Escrivá sigue las obras de cerca, en fase de planos y ya en construcción. Sube a los andamios con los arquitectos o con los albañiles. A veces, en días no laborables, va con sus hijas para que ellas disfruten «viendo con la imaginación» dónde estará esto y lo otro… No es «su» casa. Es la casa de todos, la casa de una gran familia.

En una de esas visitas, les muestra un crucifijo grande que han colocado en la galleria di Sotto:

-Le dije al artista que se luciera, que intentase hacer un Cristo vivo, sereno, y no retorcido en la cruz: que, mirándole, el corazón se moviese a contrición.

Luego lee la frase que ha encargado poner al lado, en una cartela. Son las palabras que Pedro respondió a Jesús, cuando por tres veces le preguntó:

-Pedro, ¿me amas más que éstos?

-Domine, Tu omnia nosti, Tu scis quia amo te -¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!

Escrivá se queda mirando la imagen. En voz baja, casi como una interjección irreprimible, se le escapan tres sílabas:

-¡Y mucho! (14)

Viven la incomodidad, la estrechez, la austeridad. El frío húmedo, en invierno. El calor sofocante, en verano. Y el hambre. Sin eufemismos ni engañabobos que disfracen la verdad, el propio Padre lo comentará con sus hijos:

-Aquí no os podéis hacer comodones. Vivís humanamente mal… ¡gracias a Dios!, aunque hace años vivíamos bastante peor. Os he contado tantas veces que muchos hermanos vuestros han pasado hambre conmigo: no un día, ni dos, sino temporadas largas. No teníamos ni un céntimo. (15)

Pero, pasado el tiempo, ninguno recordará esas penurias. Cuando, ya curtidos por los años, evoquen aquellas estancias romanas, sólo sabrán hablar del inmenso cariño del Padre, tierno y recio, hacia cada uno, «llamándonos y conociéndonos por nuestros propios nombres, por nuestros nomignoli familiares: Pepele, Pilé, Oly, Beto, Wally, Riny, Cipry, Babo, Quecco… porque eso éramos, y eso somos: una bella e grande famiglia».

Muchas veces, aprovechando una pausa en el trabajo, Escrivá sale al pequeño jardín que hay delante de la Villa Vecchia. Pasea un poco, mientras reza una parte del rosario o charla con quien le acompaña. Es su momento de descanso. Pero no puede evitar, no quiere evitar, la compañía de sus hijos. Mira hacia las ventanas, abiertas quizá porque hace calor. Están todos ocupados, estudiando o trabajando. Si ve la cabeza de alguno, carraspea para llamar levemente su atención. Y si ése se asoma, le hace señal de que baje y se acerque. Antes de un minuto, ya está rodeado de muchachotes, que acuden como abejas a la colmena. Enseguida se improvisa una tertulia ambulante, yendo despacio de un lado para otro del giardino della Villa. En otras ocasiones Escrivá se sienta en un rincón de cruce de zonas que llaman el Arco dei Venti, tal vez porque allí corra algo más de aire. Y habla a sus hijos de temas sobrenaturales. Les da a beber, en la propia fuente, el espíritu de la Obra. Se olvida de su cansancio y se entrega a ellos con ganas.

Una tarde de 1954, está hablando así con los chicos, cuando de repente interrumpe el hilo de lo que iba diciendo. Y mirándoles fijamente, uno a uno, con una mirada cálida que quiere ser caricia, les pregunta a quemarropa:

-¿Sabéis, hijos míos, por qué os quiero tanto?

Silencio expectante, cargado de interés. Transcurren unos segundos, suficientemente anchos como para que cada quién se pregunte a sí mismo: «¿por qué a mí me quiere tanto el Padre?».

La respuesta sobreviene, con una fuerza y un ímpetu irrebatibles:

-Os quiero tanto, porque veo bullir en cada uno de vosotros la Sangre de Cristo. (16)

Los problemas financieros van a ser una constante, una atmósfera natural en la vida de Josemaría Escrivá, aunque nunca por falta de dinero dejará de hacer lo que la irradiación del Opus Dei exija en cada momento. Llevará a la práctica, con una fe descomunal, aquel viejo consejo: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gaste.» (17)

Sin embargo, la preocupación por los medios materiales no le quita ni un instante de paz. Cuando están en el mayor de los agobios, en octubre de 1948, preside el Padre unas «jornadas de trabajo» con hijas suyas que desempeñan cargos de dirección dentro de la Obra. Se reúnen en Los Rosales. Estudian y trabajan con intensidad, para liquidar en tres días un programa que debía durar una semana. Los temas son bien diversos: abarcan desde la formación espiritual de los miembros del Opus Dei, hasta el cuidado material de los centros; desde las nuevas iniciativas de apostolado, hasta la necesidad de descanso físico…

Cuando llega el turno a una sesión titulada «Estudio de la situación económica», las asistentes suponen que de ese análisis han de salirles soluciones financieras para el sostenimiento de las labores apostólicas. Sobre la mesa del comedor -que es donde desarrollan esas sesiones- se apilan carpetas, blocs de notas, fichas de experiencia, folios con presupuestos de gastos y con previsiones de ingresos, resúmenes de administraciones domésticas, etc. Pero el Padre cambia los planes que llevan elaborados:

-Hijas mías, la cuestión económica se resuelve a base de responsabilidad personal y de pobreza también personal… Y eso, más que un tema para estudiarlo aquí entre todos, es un asunto que cada una debe tratar con el Señor, a solas, en su oración.

Y, en efecto, esa sesión se «trabaja» por la tarde, en el oratorio de Los Rosales, en un clima de intenso silencio. (18)

Un gestor financiero se llevaría las manos a la cabeza, pero… es así, como una cuestión de exigencia personal y de total confianza en Dios, como Josemaría Escrivá entiende que han de solucionarse los problemas económicos. Poco antes, o poco después, al hilo de su propio diálogo con Dios, escribe: «Me encuentro en una situación económica tan apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta seguridad en que Dios, mi Padre, resolverá todo este asunto de una vez.» (19)

Esa misma pobreza personal que espera de los suyos, la vivirá él «antes, más y mejor». Hay noticias innumerables de tantos detalles, que resulta difícil seleccionar… Por ejemplo, Escrivá sólo tiene dos sotanas: quita y pon. Una, siempre limpia y planchada, de corte romano, para salir a la calle y recibir visitas. La otra, para andar por casa y recorrer las obras, con tantas piezas y remiendos que en algún momento dirá: «Tiene más bordados que un mantón de Manila.» (20)

Otro botón de muestra: su dormitorio es un reducido cubículo donde tan sólo caben la cama, una mesa, un sillón de madera sin tapicería ni cojín, un pequeñísimo armario empotrado… Además, es un lugar de paso. También su cuarto de trabajo, escogido sin duda por él mismo, será la habitación más pequeña, oscura y agobiante de toda Villa Tevere: sólo por un ventanuco, que da a un patinillo interior, puede entrar un sorbo de aire, un retazo de luz.

Es, por su parte, un empeñado afán de no poseer, de no tener nada como propio, de no quejarse si falta lo necesario, y de prescindir de lo superfluo.

Pero éstos no son «criterios de pobreza» que se ponen por escrito para que resulten admirables. No. Escrivá los vive, en su cuerpo y en su espíritu, siempre, siempre, «como el latir del corazón».

Una mañana, el Padre ha ido, en ayunas, con don Álvaro a hacerse unos análisis de sangre en Via Nazionale. Terminan a las once y media. Como tienen que ir a algún otro sitio, para ciertas gestiones, y no les compensa regresar a casa, entran a desayunar en un bar de Piazza Esedra. De pie, junto a la barra, piden un cappuccino y un bollo. Paga don Álvaro, que es quien lleva dinero encima. Cuando se disponen a beber el café, una mujer pobre, una mendiga callejera, se acerca al Padre y le pide limosna.

-Yo dinero no tengo. Lo único de que dispongo, porque me lo dan, es esto… Tómeselo usted… ¡Y que Dios la bendiga!

Y coloca ante ella su desayuno, sin probar.

Inmediatamente, Del Portillo hace ademán de pasar el suyo al Padre:

-Tómelo, y yo pido otro para mí…

-No, no, déjalo… Ya he desayunado.

Don Álvaro insiste. Y el Padre se mantiene en su negativa. La dependienta que atiende la caja del bar, tercia:

-Padre, tómese usted su cappuccino, que la casa le ofrece otro a esta mujer.

Y el Padre, sonriendo, pero con una tozuda resolución en su negativa, da por zanjado el episodio:

-No, no… muchas gracias, quédese usted tranquila, que yo ya he desayunado.

¿Por qué? Porque quiere ser pobre. ¿Por qué? Porque quiere ser Cristo. Y porque quiere ser Cristo, la indefensión del otro, el dolor del otro, la indigencia del otro, le golpean la conciencia, le mellan el alma. Preferiría sufrirlos él.

Las obras de ampliación de la Villa de Bruno Buozzi se intensifican. Siguen viviendo en la portería que llaman Il Pensionato. Impulsado por su lema de muchos años antes, «Dios y Audacia», se lanza a erigir el Colegio Romano de la Santa Cruz. Una locura, un sueño… Pero, para más obligarse con Dios, le da hasta la formalidad jurídica de un decreto, que firma el 29 de junio, fiesta de san Pedro y san Pablo, de 1948. En este texto anuncia que al Colegio Romano acudirán gentes de todas las naciones, para recibir una intensa preparación espiritual, intelectual y apostólica: con profundos estudios de filosofía, pedagogía, teología, derecho y humanidades, será una escuela donde se formen los que han de ser formadores; una «severa palestra» donde estos muchachos, de las más diversas razas, culturas y países, se entrenen en una vida de oración, de entrega, de servicio, de trabajo… para después -esparcidos a voleo por el mundo-, llevar a otros la briosa y atractiva noticia de un ideal capaz de llenar sus vidas.

Esa convivencia entre jóvenes de todas las latitudes, ampliará sus horizontes, sin nacionalismos aldeanos, sin selecciones racistas, sin elitismos de clase. De ahí saldrán sabiendo que son «para la muchedumbre». Y ahí adoptarán un talante de vida incompatible con cualquier arrogancia: «para servir, servir».

Tanto a ellos como a ellas, Escrivá les advierte una y mil y mil veces, que allí no van a hacerse ni superhombres, ni supermujeres. Con gran plasticidad, les hace entender que siempre serán «barro de botijo»…, barro frágil y quebradizo, pero capaz de contener el fino licor de la sabiduría.

En un rincón de la Villa, una lápida de mármol blanco, visible desde el cortile Vecchio y desde la galleria della Campana, recoge esta idea, con sobrias palabras latinas, fechadas en 1952. Se dirigen al visitante, al residente, al huésped, al hospes que, en el transcurso de los siglos, se aloje en cualquiera de las casas de Villa Tevere: «Estos edificios que ves alrededor, considéralos como las palestras severas de donde saldrá una raza de fuertes, que ha de combatir siempre con alegría y con paz, en todo el mundo, por la Iglesia de Dios y por el romano pontífice.»

Al despedirse de algunos que han concluido los estudios en el Colegio Romano y regresan a sus países de origen, Josemaría Escrivá expresa lo que cada uno siente en su conciencia:

-Roma os dejará un zarpazo en el alma, una huella profunda y duradera, si habéis aprovechado bien el tiempo. Y sabréis ser hijos más fieles de la Iglesia… (21)

El 12 de diciembre de 1953 queda erigido, para las mujeres del Opus Dei, el Colegio Romano de Santa María. El número de alumnas crece y crece con tal rapidez que, en 1959, se han de emprender, a ritmo veloz, los trabajos de construcción de una sede para ellas, fuera de Roma: Villa delle Rose, en Castelgandolfo, sobre unos terrenos que Pío XII había cedido temporalmente a la Obra y que Juan XXIII dona con carácter definitivo.

Terminada Villa delle Rose en 1963, Escrivá se lanzará a la edificación del hábitat universitario para el Colegio Romano de la Santa Cruz, también en las afueras de Roma, junto a la Via Flaminia: Cavabianca.

No tiene «el mal de la piedra», pese a haber pasado casi treinta años de su vida entre excavadoras, hormigoneras, pilas de ladrillos y andamios. Es algo más sencillo y más natural: el fundador del Opus Dei no puede poner puertas al campo, ni diques a la torrentera de vocaciones que responden a esa «llamada universal a la santidad». Una llamada que, sin darse tregua, vocea y hace vocear con un incesante apostolado de «amistad y confidencia», puerta a puerta, persona a persona, corazón a corazón.

Porque no tiene «el mal de la piedra» y también porque es más amigo de los finales que de los comienzos, se negará siempre a bendecir las piedras primeras. Y así ocurre en las obras de Bruno Buozzi. Sin más ceremonia que el signo de la cruz, un Te Deumrezado, y un alegre «¡A todos, auguri! ¡siamo arrivati!», queda bendecida la última piedra del conjunto de edificios que integran Villa Tevere. Es el 9 de enero de 1960. Y llueve torrencialmente. (22)

¿Qué es Villa Tevere? Es la casa del paterfamilias… De una familia numerosa, trabajadora y pobre. Es una casa grande, hidalga y sencilla, sin aires de grandeza.

Se ha ganado espacio por arriba, por abajo, por delante y por detrás. Se ha construido sobre lo que era un gran jardín. Se han elevado alturas y se han perforado sótanos. El conjunto, recogido y armonioso, no es en absoluto monumental, ni mucho menos imponente. Tiene gracia, tiene donaire y tiene un toque genuino, entre popular y distinguido. Se ha respetado el estilo florentino clásico de la Villa Vecchia, de la «casa vieja» original. Los diferentes niveles hacen necesarias muchas escaleras, cavalcavias y galerías de comunicación.

La inventiva literaria se disparará a la hora de bautizar cada rincón, cada recodo de pasillo, cada diminuto patio interior… Y así, loscortili -minúsculos patinillos de ventilación- toman nombres simpáticos de cualquier detalle ornamental: del Fiume, della Palla, dei Cantori, delle Tartarughe, del Cipresso… Un fotógrafo tendrá sin duda grandes problemas con el objetivo, para poder captar algún encuadre, por falta literal de perspectiva. Todo allí es tan diverso como reducido. Se puede pasar por delante de las que llamanFontana della Navicella o delle Cannelle, sin darse cuenta ni de que están allí.

Pero, para quienes viven en Villa Tevere, cada lugar tiene su historia entrañable. Cada piedra es un libro abierto que rezuma recuerdos vividos cerca del fundador. «Aquí es donde el Padre me dijo que…» «¡Cuántas veces el Padre, ante esta imagen de la Virgen…!» «Cuando se pintaba el fresco que hay en aquella pared, el Padre ayudaba…» Son los escenarios de su vida. Y todos ellos están indisolublemente unidos a la propia épica de la Obra: una lápida de mármol; las huellas de unos pies descalzos, indicando el arranque de una ruta; el Ángel custodio, guardián del Opus Dei; la airosa cartela con las palabras «Omnia in bonum», diciendo a quien la mire que «todo es para bien»; la cruz de forja, con las puntas en flecha, rematando il torreone

En total, Villa Tevere son ocho casas. Para las mujeres: La Montagnola, Villa Sacchetti, La Casetta, Il Ridotto e Il Fabbricato Piccolo. Para los varones: la Casa del Vicolo, Uffici y la Villa Vecchia, que es donde viven el Padre y los miembros del Consejo general.

Las puertas de comunicación, con dos cerraduras y dos juegos de llaves, establecen una infranqueable frontera separadora entre las mujeres y los hombres. Viven, sí, bajo un mismo techo, pero… como si en el grosor de esas puertas hubiera cincuenta mil kilómetros de distancia.

En alguna ocasión, a propósito de que, para tanta gente, sólo haya cuatro comedores, junto a veinticuatro oratorios, Escrivá comenta: «Eso está bien; ¡rezamos más que comemos!» (23) El conjunto tiene un nombre que le dio el fundador aun antes de que se alzaran los andamios: Villa Tevere. Quizá pensaba en la alegoría del viejo río Tíber que abraza a Roma y la acaricia con amor siempre antiguo y siempre nuevo.

A veces, ya anochecido, los chicos reunidos en tertulia, rompen a cantar. Bien o mal, cantan todos. Son canciones populares, son canciones que un buen amor embellece… Una de ellas se escapa por las ventanas y, antes de romperse, queda flotando en el aire tibio y amistoso de la noche romana:

Roma, che la piú bella sei del mondo,
il Tevere ti serve da cintura…

A éstos, Roma ya les ha traspasado el corazón. Es, más que una melancólica nostalgia, una huella profunda en el alma. Es… el zarpazo de Roma, a la hora de partir.

NOTAS

1. Cfr. AGP, RHF 20164, p. 862 y AGP, RHF 21167, p. 742.
2. Cfr. AGP, RHF 20165, p. 836 y AGP, RHF 21170, p. 462.
3. AGP, RHF 20165, p. 836, AGP, RHF 21165, p. 850 y AGP, RHF 21170, pp. 463-464.
4. Cfr. AGP, RHF 21170, p. 463.
5. Ibídem.
6. Relato oral de doña Lourdes Toranzo a la autora.
7 y 8. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
9. AGP, RHF 20162, p. 1055.
10. AGP, RHF 21171, pp. 1249-1250.
11. Relato oral de doña Lourdes Toranzo a la autora.
12. AGP, RHF 20760, p. 462.
13. Testimonio de don Rafael Caamaño Fernández (AGP, RHF T-05837).
14. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
15. AGP, RHF 20163, p. 1025.
16. AGP, RHF 21166, p. 63.
17. Camino, n. o 481.
18. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
19. Cfr. Forja, n. o 807.
20. AGP, RHF 21166, pp. 59-60.
21. AGP, RHF 20162, p. 598.
22. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).
23. Relato oral de don Salvador Suanzes Mercader.

 

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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