El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO XCAPÍTULO XI  / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO V:  Ut gigas. Escrivá despliega un sueño. Un rompedor de fronteras. Un extraño «burgués»: anticipativo, inconformista, audaz y soñador. Opción por los pobres y opción por los ricos. «Los de arriba se caen solos.» ¿De qué color es la piel de un alma?

«Se llenó de alegría y se levantó como un gigante, para recorrer el camino con prisa.» Josemaría Escrivá repite mucho estas palabras, marcando la cadencia de su ritmo latino: «Exultavit ut gigas ad currendam viam.» (1) Dice el latín al estilo romano, así que no pronuncia «gigas», sino «yigas». Ese verso del salterio -extraño verso- unas veces le urge a ganarle tiempo al tiempo, otras a arreciar en la lucha interior, otras a darse magnánimo. Con toda seguridad, él mismo no cae en la cuenta de que esas seis palabras son una gráfica descripción de su propio vivir.

Los grandes hombres -género muy distinto del de las meras «celebridades»- ofrecen una interesante dificultad al biógrafo y al historiador: por una parte, son hombres de su tiempo, contemporáneos de la mentalidad, de los usos y de los sucesos de su propia época; por otra, son hombres anticipativos, animados por una clarividencia del futuro. Van por delante de su tiempo vital, a contracorriente de las modas de pensamiento, a contrapelo de las masas gregarias, a contraola de las inercias de su generación. Avanzan afrontando el viento de cara. Derriban fronteras. Destripan tópicos. Hacen saltar por los aires el cartón-piedra de rancios prejuicios. Roturan caminos sin trillar… Ese ir más deprisa, con las manecillas del reloj adelantadas, y mirando más allá, les hace ser extemporáneos entre los de su propio siglo.

Ante los problemas, ellos proponen soluciones audaces, imaginativas, atípicas. Saben ver en lo invisible. Por eso se atreven con lo imposible. Son, por anticipados, proféticos. Y, por desinstalados, rebeldes. A causa de todo ello, mientras atraviesan su tiempo, suelen ser mal comprendidos. Llevan en soledad el peso del liderazgo. Sus seguidores les van muy a la zaga. La opinión pública, o no les atiende, o no les entiende. Los que viven en la cómoda griseidad de lo vulgar y corriente se sienten perturbados, molestados, por esos trallazos de inquietud… En fin, si llegan a un conocimiento popular, se les negará el reconocimiento de su excelencia. Y si alguna fama les visita en vida, será la mala fama o esa fama de bolsillo que se llama ser noticia.

Los personajes célebres, los famosos de cada temporada, pueden llevar una vida confortable y muelle. Los grandes hombres, no. Un hombre grande jamás se arrellana, jamás se instala, jamás se conforma, jamás se solaza en la autocomplacencia de la tarea realizada. Su actitud permanente es la de levantarse exultante, para recorrer el camino con prisa… como si fuera un gigante. Ut gigas.

Ut gigas … Un día de agosto de 1941, Josemaría Escrivá dirige la meditación en la penumbra del oratorio de Diego de León, 14, en Madrid. Habla de fe, de audacia, de atreverse a pedir ¡la luna! con una confianza indesmontable en que Dios puede darla…

-¿Miedo? ¡Miedo a nadie! ¡Ni a Dios!… porque es mi Padre.

Se vuelve hacia el sagrario y, mirando hacia ese punto, con la naturalidad de quien de veras conversa con alguien, que está allí, en aquella misma habitación, agrega:

-Señor: no te tenemos miedo…, porque te amamos. (2)

Ut gigas … Una tarde de noviembre de 1942, también en Madrid, Josemaría Escrivá llega al chalé número 19 de la calle de Jorge Manrique. Es un centro de las mujeres de la Obra. En esos momentos todo el Opus Dei femenino no llega a diez chicas jóvenes: Lola Fisac, Encarnita Ortega, Nisa González Guzmán, Amparo Rodríguez Casado, Enriqueta Botella Raduán, Laura y Conchita Fernández del Amo, María Jesús Hereza, Aurora Oliden…

Escrivá se reúne en la salita-biblioteca con las tres que a esa hora están en la casa: Encarnita, Nisa y Lola F. El Padre desdobla un papel y lo extiende sobre la mesa. Es como un cuadro, un esquema gráfico, donde se exponen las diversas labores de apostolado que, bien como iniciativa personal, bien como tarea corporativa, habrán de realizar las mujeres de la Obra en el mundo entero. Al tiempo que explica con gran viveza su contenido, va señalando con el dedo índice cada uno de los rótulos del cuadro: granjas-escuelas para campesinas; residencias universitarias; clínicas de maternidad; centros de capacitación profesional de la mujer en distintos ámbitos: hostelería, secretariado, enfermería, docencia, idiomas…; actividades en el campo de la moda; bibliotecas ambulantes; librerías… Les dice también, antes y después, que lo más importante ha de ser el apostolado de amistad que cada una desarrolle con sus familias, con sus vecinas, con sus conocidas, con sus colegas… «y eso será siempre imposible de registrar y de medir».

Como un ritornello entusiasta, el Padre repite de vez en cuando:

-¡Soñad y os quedaréis cortas!

Aquellas tres le miran pasmadas, entre el asombro y el vértigo. No se les ocurre pensar que todo eso tengan que hacerlo ellas mismas y, como quien dice, ¡ya! Les parece que allí, sobre la mesa, el Padre está desplegando un sueño. Un bello sueño para un lejano futuro. Ellas se sienten inexpertas, sin medios, sin recursos… incapaces.

Escrivá capta en esas miradas la ilusión y la impotencia, el deseo y el temor, un acobardado «¡ya quisiéramos poder…!».

Muy despacio, recoge el papel y comienza a doblarlo. Su rostro ha cambiado. Ahora está muy serio. ¿Disgustado? ¿Decepcionado? ¿Triste? Es como si, de pronto, a un hombre tan animoso se le hubiese caído el alma a los pies.

Por la mente y por el corazón de Josemaría ha cruzado posiblemente, como un pájaro torvo, el pensamiento derrengador de que hace ¡más de doce años! que lucha, a contraquerer, por darle cuerpo y vida al Opus Dei de las mujeres, tal como vio que Dios lo quería, el 14 de febrero de 1930. Primero llegaron unas que rezaban mucho, pero no daban «palo al agua»: no eran esa clase de mujeres que han de bregar para poner a Cristo en la cima de toda actividad humana. Eran muy buenas, pero de pasta mística. Escrivá tuvo que decirles que no servían. Luego llegaron otras que parloteaban y trajinaban, pero no rezaban. Se fueron. Éstas de ahora son de «la tercera hornada…» ¿y es posible que, a la hora de fajarse con la verdad, se queden ahí, paralizadas por el miedo?

Sin desafíos, va a ponerlas cara a su responsabilidad. Escogiendo muy bien las palabras, les dice:

-Ante esto se pueden tener dos reacciones. Una, la de pensar que es algo muy bonito pero quimérico, irrealizable. Y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante…

Calla. Las mira, deteniéndose en cada una, como si con esa mirada pudiera trasvasarles su propia fe, inundarlas con su seguridad. Después, antes de darse media vuelta hacia la puerta, añade:

-Espero que tengáis la segunda reacción. (3)

Y la tienen. No es una utopía. Ciertamente, no están abiertos los caminos. Los harán ellas, al golpe de sus pisadas. A la vuelta de los años -pongamos cuarenta, por tomar una cifra que, en la vida de un ser humano, suele ser baremo de madurez-, 1984, las mujeres del Opus Dei, extendidas por los dos hemisferios, han puesto en marcha y en pleno funcionamiento más de 40 residencias universitarias, más de 200 centros culturales, 16 escuelas de secretariado e idiomas, 79 colegios como iniciativa de los padres de las alumnas y otros 12 como obras corporativas, 94 institutos de formación profesional, 13 escuelas agrarias para campesinas. (4) Y un sinfín de dispensarios, centros de higiene, programas de alfabetización, campañas de animación cultural y de formación social, servicios de reparto de alimentos en zonas rurales, cursos vespertinos de educación primaria y secundaria en barrios fabriles, etc.

Ut gigas … A la vuelta de cuarenta años, aquellas tres se han multiplicado por más de diez mil cada una. «Dios + 2 + 2» nunca es una simple suma: siempre es una portentosa multiplicación de enésima potencia. En expansión paralela a la de los varones del Opus Dei, las mujeres trabajan de modo estable en ciudades y pueblos de más de setenta países, por los cinco continentes. Y empiezan a establecerse en Suecia, en Noruega, en Finlandia, en Taiwán, en Hong-Kong, en Corea, en Macao, en Costa de Marfil, en Zaire, en Camerún, en Santo Domingo, en Nueva Zelanda, en Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia…

Ut gigas … Como un gigante, con una poderosa musculatura de fe. Así lo llamará el cardenal Tedeschini: «campeón de la fe». (5) Predicando y dando trigo. Desplegando sueños, sí, pero arremangándose en la faena de poner un ladrillo sobre otro, un papel sobre otro papel, una hora de estudio y de trabajo sobre otra hora de oración y de mortificación; y este viaje y esa visita y aquella gestión… Sin decir basta. Sin amilanarse. Martilleando sobre las resistencias, con su estribillo exigente: «más, más, más…», «¡no os detengáis en lo fácil!». Inconformista, porque «ya ves: casi todo está apagado… ¿no te animas a propagar el incendio?». Ambicioso, porque «nuestro apostolado es un mar sin orillas». Siempre en pie de marcha, porque «¡hay tanto destruido! ¡queda tanto por hacer!» Encendido por un ideal que no se agota: regnare Christum volumus!, queremos que Cristo reine.

Le hablan de la Universidad de Navarra y, como percibe cierto tono de complacencia satisfecha con el logro, advierte enseguida que no, que nada de dormirse en los laureles, que «eso es sólo el comienzo: con el tiempo, y no mucho, habrá diez o veinte universidades semejantes». (6)

Y así será: a la de Navarra, en España, seguirán la de Piura, en Perú; la Panamericana, en México; la de La Sabana, en Colombia; la Austral, en Argentina; la de los Andes, en Chile; el CRC de Manila, en Filipinas. Y, en avanzado proyecto, la Strathmore University de Nairobi, en Kenya; y el Libero Istituto Universitario Campus Biomedico de Roma, en Italia.

Ut gigas … El 17 de noviembre de 1969, en una tertulia con universitarios, (7) alguien menciona el Colegio Mayor de La Moncloa. Escrivá evoca que aquel colegio mayor le había costado mucha oración. Y les cuenta la historia: el dueño de los pisos que ocupaban como residencia de estudiantes en la calle de Jenner, en Madrid, les había puesto un tope de tiempo para que desalojasen. El día que vencía el plazo, Escrivá salió muy temprano y fue a casa de este señor. Le hizo levantarse de la cama. Llevaba un cheque por cinco mil pesetas, que entonces, año 1943, era una cantidad respetable. Se lo entregó como fianza, para conseguir que ampliase el plazo, hasta que tuvieran dónde meterse y en condiciones adecuadas.

Era, como tantas veces, volver a empezar a ras de suelo. Buscaba con ahínco. Y rezaba con toda su alma. En ese intervalo de tiempo surgió una persona, Messeguer, un industrial murciano que comprometió su ayuda generosa para convertir dos chalets, bastante maltratados por los bombardeos de la guerra civil, en una residencia capaz de alojar a cien estudiantes, y un tercer hotelito, destinado a la administración doméstica. Las obras se hicieron en un tiempo récord.

El Padre concluye su recuerdo, diciendo:

-Se arregló todo, sin milagrerías; pero, eso sí, rezando mucho.

Entonces, José Gil, un sacerdote de la Obra, que está allí, en la tertulia, toma la palabra con la intención de dar una alegría al Padre:

-Pues ahora, en La Moncloa, sí que estamos viendo un milagro: de los ciento cuatro residentes que hay, bajan a misa, cada día, noventa… Padre: ¡noventa!

-Oye, pero… ¿ésos llevan, además, amigos suyos de otras residencias?

-Hummm… Bueno, pues… estamos en ello, Padre…

-Estamos en ello, hijo… ¡desde el año 28! De forma que, si todavía no lleva cada uno a cuatro o cinco amigos…, por ahora sólo podemos hablar de «medio milagro». (8)

Es el anticonformismo de un espíritu grande, incandescente, que quiere pegar fuego a todo lo que toca. Y cuando un día en Roma le enseñan, recién salido de la imprenta, el libro de un hijo suyo, jurista y teólogo, José Luis Illanes, sobre «la santificación del trabajo», nada más hojearlo, sin mediar una pausa para la satisfacción, plantea a los que están con él en aquel soggiorno:

-Podrían hacerse, deberían hacerse otros libros semejantes sobre el espíritu de servicio, sobre la lealtad, sobre la amistad, sobre las virtudes humanas… Harían un gran bien a muchas almas. (9)

Ut gigas … Se están elaborando los planos para construir el santuario de Torreciudad. Escrivá sabe que, visto con ojos humanos, es una locura colosal meterse a edificar un templo de dimensiones monumentales en las estribaciones del Pirineo. Es el desafío a unos tiempos agnósticos, materialistas, de negocios sin alma, donde la obsesión pragmática demanda utilitarismo rentable a cada metro cúbico de hormigón. Sin embargo, él ve, con ojos de fe -fe es creer lo que no vemos, pero también es ver lo que otros no ven-, que allí se concentrarán multitudes de peregrinos:

-¡Poned confesionarios, muchos confesionarios, porque acudirá gente de todo el mundo a desempecatarse!

Y a los arquitectos les da un magnánimo consejo:

-¡No tengáis miedo al tamaño! (10)

Ut gigas … Y, como hombre anticipativo, prevé la necesidad de comenzar la formación humana y espiritual de los jóvenes desde antes de la adolescencia: cuando todavía son niños. Incentiva la puesta en marcha de colegios y de clubs de bachilleres: «no porque en esos años sea más fácil metéroslos en los bolsillos, sino para que ya, a edad temprana, hagan suyos unos principios cristianos con los que después puedan defenderse y comportarse bien en la vida.» (11)

Con esa misma visión adelantada, urge la atención profesional, doctrinal y moral de la mujer, en todos los ámbitos: en la universidad, en el hogar, en el campo, en las fábricas…, porque los «militantes anticristianos» -especie que existe, y muy activa- trabajan con tesón para lograr lo contrario: «Y corrompida la mujer, corrompida la familia y corrompida la sociedad.» (12)

Ut gigas … En enero de 1968, recibe en Villa Tevere a la periodista Pilar Salcedo. Le hace unas importantes declaraciones que se publican en la revista española Telva. (13) Escrivá habla del amor humano, del matrimonio, de la familia, de la mujer dentro y fuera de su hogar, de no cegar las fuentes de la vida… Leídas esas amplias y vigorosas respuestas, con la perspectiva del tiempo, queda a la vista que Josemaría Escrivá se adelanta con valentía, incluso a tajo, frente a los movimientos feministas en boga, exponiéndose él a parar el golpe, a encajar el impacto de impopularidad que la encíclica Humanae vitae -a punto de publicarse- desencadenará más tarde sobre Pablo VI. Es un modo de servir a la Iglesia, allanando al pontífice un camino áspero y difícil, sembrado con vidrios de punta… Y Escrivá lo hace aun a riesgo de herirse, por pisarlo él primero.

Pero también se adelanta, en más de veinte años, a las reflexiones que, sobre la condición de la mujer y su rol social, expondrá Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem. Esa entrevista está en las hemerotecas. Asombra la anticipación con la que Escrivá subraya la excelente dignidad de la mujer y su doble vocación histórica: dar vida a la humanidad y dar humanidad a la vida.

En un mundo de saberes técnicos, cada vez más acotados y especializados, donde el homo faber acaba «sabiéndolo todo… de nada», y el superexperto en chips, en bolsa, o en estafilococos es, por lo demás, un ignorante universal, Escrivá detecta muy a tiempo la necesidad de estimular los estudios de humanidades. Y no sólo para salvaguardar el impulso fáustico del menester es hombre íntegro, sino para evitar esos reduccionismos que desarman a la persona y la privan de su legítimo derecho a la herencia de la historia, del arte, de la filosofía, de la literatura…

Cuando, en la década de los sesenta, Europa y Norteamérica son una inmensa acampada beat de liberación de tabúes, o una oceánica «trinchera» de pacifismo, adormecido por los sones del soul y las esnifadas de LSD, o un gran templo de culto a la juventud teenager, en su atractiva y fugaz momentaneidad…; cuando se consume todo el spray del mundo, pintando en las paredes el grito rebelde de «La imaginación al poder», y los intelectuales se desvanecen en la chaise longue; cuando hacen furor los estupefacientes Mc Luhan, Althusser y Marcuse…, sin armar ruido, pero afrontando los tiempos, Escrivá de Balaguer, ut gigas y bien dotado para «ver en lo invisible», alza la voz alertando sobre el peor enemigo del hombre, su mayor incuria y su más injusta pobreza: la ignorancia.

Numerosos testigos de sus charlas y tertulias de esos años toman buena nota del ardor y la urgencia con que Escrivá insta a «hacer una gran batalla contra la miseria, contra la ignorancia, contra la enfermedad, contra el sufrimiento, contra la más triste de las pobrezas: la soledad», (14) mientras anima a movilizar los impulsos generosos de la gente joven «en esa gran obra de caridad y de justicia que es procurar que no haya pobres, que no haya analfabetos, que no haya ignorantes». (15)

Considera que la ignorancia es el gran impedimento de la libertad: la traba que hace esclavo al hombre, por vedarle el acceso a la verdad. No duda en calificar como «el peor de los crímenes» (16) la actividad de ciertos poderosos que mantienen a sus súbditos en la indefensión de la incultura, de la desinformación, de la inopia. Y, en secuencia con este pensamiento, dice: «El mayor enemigo de las almas, de la Iglesia y de Dios, es la ignorancia… que no es patrimonio de una clase social: se encuentra por todos los lados.» (17)

La conclusión es muy práctica y dibuja un talante, construye una actitud: «La Iglesia de Jesucristo no tiene ningún miedo a la verdad científica. Y los hijos de Dios en el Opus Dei tenemos el deber de hacernos presentes en todas las ciencias humanas. Apoyados en la sana doctrina, ¡cuánto bien haremos a las almas! ¡cuánta ignorancia disiparemos!» (18) «Las personas que parecen estar lejos de Dios, lo están sólo aparentemente. Es gente noble y buena… pero ignorante. Incluso sus pecados son como las blasfemias en la boca de un niño: no se dan cuenta. La gente no es mala. La gente es buena. Yo no conozco gente mala. Conozco, sí, gente ignorante. Por eso no me canso de decir que el Opus Dei no es anti-nada. Hemos de querer mucho a todos: el mal sólo se puede ahogar en abundancia de bien.» (19)

Ut gigas … A derecha y a izquierda de los definitivamente solos, de los oprimidos, de los débiles, de los equivocados, de los indefensos, sin excluir a nadie de su abrazo: «Y si me preguntáis si quiero a los comunistas, os diré que ¡también a los comunistas! El comunismo, no: es una herejía… llena de herejías, un materialismo brutal que lleva a la tiranía; pero a los comunistas sí, los quiero, porque están muy necesitados.» (20)

En un rato de tertulia habla de cierto personaje de raza judía, un notorio masón de Centroamérica, que ha ido a verle a Roma:

-Le pregunté: ¿Por qué tienes ese cariño a la Obra?

»Y me contestó:

»-Porque en la Obra he encontrado mucha comprensión y todas las puertas abiertas.

»Yo entonces le dije:

»-Amigo mío, en mi tierra, todos los masones que he conocido son fanáticos; y tú no eres fanático, por eso nos ayudas, aun no siendo católico, ni cristiano.

»Después le prometí que rezaría mucho por él. Y le expliqué por qué quiero tanto a los hebreos:

»-El primero de mis amores es un hebreo, Jesucristo. Y el segundo, una hebrea, su Santísima Madre, María.

»Le di una medalla de la Virgen… ¡Se quedó muy contento, feliz! (21)

Pero, bien persuadido de que su fe católica es la verdadera, la comprensión sin fronteras de todo hombre no le lleva a transigir con la doctrina, ni a abaratar los quilates de la verdad con irenismos eclécticos y con falsos ecumenismos de medias tintas: en privado, en público, a un mahometano, a una protestante, a un hebreo, a un budista…, al lucero del alba, les dirá con toda cordialidad y con toda sinceridad: «Tú no tienes la verdad por entero. Yo voy a rezar por ti, para que algún día puedas alcanzar el don de la fe verdadera. Pero te aseguro que sí tienes todo mi respeto: te respeto a ti y respeto tu libertad.» (22)

En Josemaría Escrivá, este respeto a la libertad nace y se nutre de un respeto enterizo hacia el hombre, en razón de su excelente dignidad de hijo de Dios. En cierta ocasión -durante un viaje a España, en octubre de 1968-, leyendo la prensa por la mañana, se disgustó y se apenó profundamente al ver que, en una publicación donde trabajaban algunos hijos suyos, se hacía un ataque ad hominem a cierta persona. Poco después, y sin dejar pasar ese día, comentó el hecho:

-Yo no puedo defender por ahí la libertad de mis hijos, si mis hijos no defienden primero la libertad de los demás. Se pueden decir verdades, denunciar cosas que marchan mal, hacer una oposición de altura, con categoría, pero sin caer en esos golpes bajos, de poco nivel… No podemos tener dos morales: una para nosotros y otra para los demás. No, hijos míos. No tenemos más que una moral: la de Cristo. (23)

Esa apasionada defensa de la libertad se traduce en espíritu de apertura: Escrivá inculca a sus hijas y a sus hijos que las labores y los centros de la Obra estén abiertos de par en par a toda clase de gentes, sin acepción ninguna, sin selecciones puntillosas en razón de creencias, de razas, de clases sociales, de ideologías… Eso sí, que adecúen cada actividad al grupo social y al nivel cultural a que se dirija, sin provocar mezcolanzas artificiales, «porque el Opus Dei no saca a nadie de su sitio».

Por ese talante suyo de apertura, le entristece el sectarismo de un concejal comunista del Ayuntamiento de Milán, que se opone a la adjudicación de unos terrenos para edificar una residencia de estudiantes dirigida por miembros del Opus Dei. Ante tan tozuda negativa, otro concejal, socialista, pregunta:

-¿Por qué esa oposición? Me consta que las residencias del Opus Dei están abiertas a todo el mundo.

El munícipe comunista responde sin dar rodeos:

-Precisamente por eso nos oponemos: abren las puertas, y se cuelan los católicos. (24)

Contraste diametral: adelantándose a los tiempos y a los cambios sociopolíticos que se producirán con la independencia kenyana (laharambée) -que por entonces ni se vislumbra-, el fundador del Opus Dei se mantiene firme en su decisión de que las dos obras corporativas docentes que van a desarrollar en Nairobi las mujeres y los hombres de la Obra sean interraciales. Eso choca no sólo con la oposición de los residentes blancos británicos, sino también con el recelo de la población autóctona de color y de la colonia india, muy difícil de integrar. Al fin, Kianda College y Strathmore College se construirán en terrenos de una zona equidistante, neutral, lo que hará posible la escolaridad de diferentes razas, de diferentes credos y de diferentes estratos sociales.

Y lo mismo ocurre en tantos otros países, donde la integración, por razones étnicas o culturales o económicas, parece imposible a primera vista. Con qué entusiasmo alienta a sus hijos para que establezcan un club de formación de jóvenes, allá donde la gran ciudad de Chicago cambia de rostro y nombre y se convierte en el West Side. El club Midtown Center sale al encuentro de esos muchachos cuyo entorno es un sórdido «costumbrismo» de droga, sexo, haraganería, crimen, violencia, basura, miseria… Ahí se trabaja a fondo para evitar que esos chicos entren en la espiral endiablada del «ya no tiene remedio». (25) Con el mismo fin -combatir desde dentro los nefandos efectos de la marginalidad-, en pleno corazón del Bronx, en lo que se llama «el culo sucio de New York», un grupo de mujeres de la Obra se esfuerzan por dar a las muchachas de ese barrio de hampa dura, de vida desarraigada y de lenguaje soez, algo que la escuela les adeuda y la familia no les da.

A Josemaría Escrivá, que tantas veces ha dicho a los suyos «caridad no es dar calderilla y ropa vieja… ¡hay que dar cariño, hay que dar el corazón!», le brillan los ojos, un día de enero de 1969, en Roma, cuando le comentan la labor de rehabilitación humana y de integración social que poco a poco se está haciendo entre gentes de color del barrio de Harlem.

-Todos los hombres hemos sido hechos del mismo barro. Todos hablamos la misma lengua. Todos tenemos el mismo color… como hijos del mismo Padre. ¡Todos somos hijos de Dios! ¡Somos iguales!… Me da mucha alegría esa labor: tratadles como a iguales, mirándoles a los ojos, de frente, no desde arriba… ¿Tienen menos cultura? ¡Pues vamos a darles cultura! Los más listos podrán hacer una carrera universitaria. A los menos listos, vamos a darles la instrucción necesaria para que lleven una vida digna…

Y mirando a una muchacha venezolana, mulata, que está cerca de él, en aquel rato de vida en familia, le dice con cariñosa delicadeza:

-Tú, hija, reza para que vengan a la Obra gentes de todas las razas… ¡muchos!… ¡más morenitos que tú! Reza, reza… Los han tratado mal. ¡Tienen derecho a que se les trate maravillosamente! Y la mejor manera es tratarles como a iguales. ¡Somos iguales! ¡No podemos hacer ni la más pequeña diferencia! (26)

Esa misma idea, bien cuajada en su alma, la expone con palabras diferentes, en mayo de 1970, durante su catequesis en México, ante un grupo de estadounidenses. Va flechado, sin zigzagueos, a la almendra de la cuestión:

-Tengo una cosa dura que deciros: Comprendo el gran problema que tenéis con los negros en vuestro país. Si buscamos la raíz de este problema, encontraremos que las dos partes han sido y son culpables. Como resultado, hay un gran resentimiento hacia los blancos. Debéis estar dispuestos a pasar dos, tres años trabajando, sin esperar nada a cambio. Si sois constantes, podréis ganar su confianza: con cariño, con afecto (…). En México, hace más o menos doscientos años, había más negros que en Estados Unidos. Eso no provocó ningún problema. Si lo hubo, supieron superarlo en el transcurso de dos siglos, con amor divino y con amor humano, sin miedo a la mezcla de razas. Tenemos que convencernos de esta realidad, que no me cansaré de repetir: No hay muchas razas: caucásicos, negros, amarillos, marrones… ¡Sólo hay una raza: la raza de los hijos de Dios! 27

También en México, en otra de las tertulias multitudinarias, esta vez en la vieja hacienda de Montefalco, donde el Opus Dei despliega -desde los primeros años cincuenta- una ingente labor social, cultural y apostólica con campesinos indios, el Padre, mirando aquellos rostros serios, impávidos e inescrutables, de tez cobriza, de acusados pómulos, y de ojos negros y rasgados como chacales, les dice con energía algo que no han escuchado jamás:

-Nadie es más que otro, ¡ninguno! ¡Todos somos iguales! Cada uno de nosotros valemos lo mismo, valemos la sangre de Cristo. (28)

Y después, hablando con sus hijas que están al frente de Montefalco, trata de contagiarles su vibración:

-Hay que intensificar las labores con obreras y campesinas. Hemos de ayudarles a que adquieran la cultura necesaria para que puedan sacar de su trabajo más fruto material y lleguen a mantener la familia con mayor desahogo y dignidad. Para eso, no hay que hundir a los que están arriba… ¡pero no es justo que haya familias que estén siempre abajo! (29)

Es un horizonte claro de su concepto de la justicia social. Lo ha escrito y lo ha predicado siempre: la solución no es que no haya ricos, sino que no haya pobres.

En 1966, el 11 de noviembre, recibe en Villa Tevere a una familia de la alta burguesía de Barcelona, los Vallet. Es un grupo numeroso. Entre ellos hay un niño, vestido con el elegante uniforme de colegial de Viaró. El Padre toma aparte al chaval y le hace reflexionar sobre un hecho que tal vez hasta entonces le ha pasado por alto: sus padres pagan una cantidad «equis» de dinero al colegio Viaró, para que también pueda cursar allí sus estudios otro niño, hijo de una familia con recursos económicos escasos. Eso es repartir. Eso es vivir la justicia social y la solidaridad humana.

Después, volviéndose a los mayores, remacha la misma idea:

-Hay que conseguir que desaparezcan los pobres, elevándolos; no hundiendo a las clases más altas. (30)

En incontables ocasiones Escrivá expresará el criterio cristiano de esa justicia social que «no es lo que dicen los marxistas; no es la lucha de clases: eso es una gran injusticia (…) la justicia social no se hace con violencia, ni a tiros, ni formando facciones». (31) Y también: «Tienen que subir los de abajo. Los de arriba, si no valen, se caen solos.» (32)

Es todo lo contrario del «nuevo pobrismo» revanchista, o del igualitarismo que enaniza a todos, a fuerza de rasar por lo bajo, hundiendo a unos pocos y no elevando a ninguno: «Queremos -dice un día de mayo de 1967, a unos cuantos hijos suyos- que cada vez haya menos pobres, menos gente sin formación, menos que sufran por la enfermedad, por la invalidez o por la vejez. Y a eso vamos… Pero eso no se consigue enfrentando a unos con otros. Además -insiste- los de arriba se caen solos. Lo que hay que hacer es promocionar a los de abajo. Nosotros somos enemigos de la violencia.» (33)

Pasea mientras le enseñan unas obras en Molinoviejo. Ve de lejos a Juan Cabrera, el capataz. Le espera con los brazos abiertos y le saluda efusivo, con un abrazo bien prieto. Después, durante el recorrido, charla con todos los obreros que se encuentra:

-Es de justicia ¡eh! Tienen que remuneraros bien vuestro trabajo. Y si no es así, hacedlo saber.

Un carpintero le tranquiliza:

-Padre, no se preocupe; aquí nos pagan muy bien.

-Mira, hijo, yo quisiera que todos vuestros hijos pudieran estudiar. Y no lo digo de boquilla; dedico buena parte de mis esfuerzos a conseguirlo. (34)

En otoño de 1968, tiene que ir a España. Para ganar tiempo, acepta la sugerencia de viajar en barco, en vez de hacerlo, como suele, por carretera. Va en coche desde Roma hasta Nápoles, con idea de embarcar en el Michelangelo, rumbo a Algeciras. Pero una huelga entre el personal de la tripulación le obligará a demorarse en Nápoles un día, y otro, y otro… hasta una semana. No se impacienta. Al llegar a su destino, comenta las incidencias del viaje y de la incierta espera. Le escuchan sus hijos Javier Cotelo, Pedro Zarandona y César Ortiz-Echagüe. El Padre explica:

-Me parecía absurdo, con todo lo que hay que trabajar, estar una semana en Nápoles perdiendo el tiempo… Pero ya tengo la experiencia de que muchas veces en la vida me han ocurrido cosas que en aquellos momentos no entendía, y al cabo de los años el Señor me hizo ver que sí tenían sentido. Si Dios quiere, esto de Nápoles ya lo entenderé. Y si no… ¡ya me lo explicarán en el cielo, si entre todos me ayudáis a llegar allá!

Nadie habla de la dichosa huelga, y menos aún de los motivos. Es Escrivá quien aborda el asunto:

-Por los datos que tengo, después de haber hablado con unos y otros, me parece que esos hombres tenían motivos para protestar: la compañía naviera, para ahorrar gastos, da el servicio con escasez de personal. De este modo, muchos marineros y camareros, jóvenes en su mayoría, sólo tienen un mes al año para estar con su familia… Y eso ¡ni es justo, ni es humano! (35)

Más tarde sabrán que el Padre, por el ambiente de frivolidad del Michelangelo, apenas salió de su camarote durante la travesía. Sin embargo, estuvo atento al problema laboral y social de aquella gente. Y además, como siempre, se puso de parte del menos fuerte, del peor tratado, del más indefenso.

Para adoptar esa actitud, no tiene que hacer cálculos ni equilibrios: concibe la caridad como «un generoso desorbitarse de la justicia (…) cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: ¡pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios!». (36)

Es un sacerdote que no se mete en política, que no pleitea por cuestiones temporales opinables, que sólo habla de Dios y de lo que acerca los hombres a Dios. Sin embargo, algunos de sus textos podrían servir de falsilla para, al hilo de esos renglones, redactar enjundiosos programas de acción política, económica y social. Obsérvese, uno entre tantos, este párrafo: «Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad.» (37)

Se podría preguntar qué pálpito ideológico hay detrás de esas líneas: ¿un democristiano? ¿un liberal? ¿un socialdemócrata? ¿un popularista? ¿un liberal-social? El mismo Escrivá da la respuesta: es el estricto deber de servir a la humanidad, que ningún cristiano de recto criterio puede eludir.

Una tarde de diciembre de 1971, el Padre charla en la Villa Vecchia, en Roma, con un par de hijos suyos recién llegados de España, Pablo Bofill y Rafael Caamaño. En cierto momento sale a relucir el tema que algunos llaman «opción por los pobres». Vieja cuestión que, ya en los años treinta, provocaba en el joven sacerdote Josemaría Escrivá comentarios en apariencia jocosos, pero llenos de sentido común y de sentido sobrenatural, como aquel de que «también tienen alma… los que no tienen piojos». Ahora, en conversación a media voz, comenta:

-¿Iglesia de los pobres?… No hay Iglesia de los pobres, ni Iglesia de los ricos. ¡Todas las almas son pobres!

Hay, en esas pocas y casi toscas palabras, una carga de verdad teológica que sobrecoge.

Después, muy despacio, muy despacio, como si explorase en el abismo blanco del misterio, Josemaría concluye lo que estaba diciendo:

-Todas las almas son pobres… Pero la Iglesia es rica. Sí. Y su riqueza son los sacramentos. Y su riqueza es la doctrina. Y su riqueza son todos los méritos de Cristo… (38)

No añade nada más. Se levanta, ágil, rápido, garboso, como repentinamente animado por un impulso interior que le ilumina todo el rostro. Pablo y Rafael le miran, sorprendidos. Hace un momento, hablando de otros asuntos, el Padre les parecía un hombre muy mayor, muy apesadumbrado, muy molido por los sufrimientos… Ahora, en un instante, es otro: se ha alzado, alegre, fuerte, brioso, como si fuera a echar a correr por los caminos. Sin saber por qué, les vienen a la mente las palabras de un salmo: «Exultavit ut gigas ad currendam viam.»

NOTAS

1. Salmos 18,6.
2. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).
3. Ibídem.
4. Datos de 1984, proporcionados por doña Marlies Kücking a la autora.
5. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074), citando a monseñor Tedeschini.
6. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
7. Tertulia en el Colegio Mayor Aralar de Pamplona, 17-XI-1969.
8. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
9. Ibídem.
10. Ibídem.
11. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
12. Ibídem.
13. Entrevista publicada en Telva (Madrid), 1-II-1968 y reproducida en Mundo Cristiano (Madrid), 1-III-1968 y en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Ediciones Rialp, Madrid, 1968.
14. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
15. Ibídem.
16. Ibídem.
17. Testimonio de doña Marlies Kücking. Tertulia en Castelgandolfo, 18-III-1964.
18. Ibídem.
19. Ibídem. Tertulia en Villa Tevere, 4-IX-1967.
20. Ibídem.
21. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694). Testimonio de doña Marlies Kücking. Tertulia en Villa Tevere, 14-IX-1967.
22. Cfr. AGP, RHF 21159, p. 926.
23. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
24. Ibídem.
25. Cfr. Rafael Gómez Pérez, El Opus Dei. Una explicación, Ediciones Rialp, Madrid, 1992, pp. 175-176.
26. Testimonio de doña Marlies Kücking. Tertulia en Roma, 13-I-1969.
27. Cfr. AGP, RHF 21159, p. 928.
28. Ibídem, p. 936.
29. Ibídem, pp. 934-935.
30. Testimonio de doña Mercedes Morado García (AGP, RHF T-07902).
31. Cfr. AGP, RHF 20793, pp. 44-45.
32. Testimonio de monseñor César Ortiz-Echagüe (AGP, RHF T-04694).
33. Ibídem, tertulia en Molinoviejo, 1-V-1967.
34. Ibídem, abril, 1970.
35. Ibídem.
36. Amigos de Dios, n. os 173-172.
37. Ibídem, n. o 171.
38. Testimonio de don Rafael Caamaño Fernández (AGP, RHF T-05837)

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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