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Prólogo a la primera edición del Cardenal Antonio Quarracino (1990)

1. La Creación
2. La batalla de los ángeles
3. El pecado original
4. Caín y Abel
5. El Arca de Noé
6. La Torre de Babel
7. Historia de Abraham
8. Jacob y Esaú
9. José, primer ministro del Faraón
10. Moisés de Príncipe a Pastor
11. La salida de Egipto
12. Los Diez Mandamientos y Muerte de Moisés
13. La Tierra Prometida
14. David, el Rey Cantor
15. Salomón, el Rey Sabio
16. Los Profetas, Lenguaraces de Dios
17. Historias y Figuras de Israel
18. Daniel en Babilonia
19. Judas Macabeo, Caudillo Victorioso

20. Anuncio del Ángel y Visita a Isabel
21. En Nacimiento
22. Los Reyes Magos
23. La Huida a Egipto
24. El Niño perdido y hallado. Vida oculta
25. Jesús se prepara para la Vida pública
26. Milagros
27. Andanzas y enseñanazas
28. Parábolas y Comparancias
29. Entrada Triunfal en Jerusalén y Última Cena
30. La oración en el huerto y el juicio
31. Muerte de Jesús
32. Resurrección
33. La Ascención y Pentecostés

 

 

 

 

 
Historia Sagrada para Chicos Argentinos
Juan Luis Gallardo 
Editado por Vórtice 
31. Muerte de Jesús


El cortejo avanzaba por las calles estrechas, dirigiéndose una de las puertas que se abrían en las murallas que rodeaban la ciudad.

Jesús no daba más. Había pasado la noche en blanco, estaba desangrado por la flagelación, cubierto de heridas. Cayó, vencido bajo el peso de la cruz. Lo hicieron levantar a golpes.

De pronto, advirtió la presencia de su madre, mezclada con la multitud, se miraron largamente, poniendo el corazón en la mirada. Un silencio súbito se extendió sobre la escena, hasta que un soldado empujó al Señor para que siguiera avanzando.

De entre la gente se destacó una mujer valiente, compadecido Jesús, eludió la vigilancia, se acercó a Él y, con su manto, le limpió la cara, llena de sangre y escupidas. Esa mujer se llamaba Verónica y su gesto mereció la gratitud del Hijo de Dios.

Dos veces más cayó Jesús.

Sus fuerzas lo abandonaban y los verdugos temieron que se fuera a morir en el camino. Detuvieron entonces a un hombre que volvía de trabajar en su campo, Simón de Cirene, y le obligaron a cargar con la cruz del Señor. Casi a la rastra recorrió éste los últimos metros, hasta llegar arriba del Monte Calvario.

Una vez allí, lo desnudaron y lo clavaron en la cruz, utilizando tres clavos. Con dos de ellos atravesaron sus muñecas; con el tercero, los pies. Luego, lo levantaron el alto.

También crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda.

Eran las doce del día. Una extraña oscuridad cubrió el lugar.

Jesús quedó colgado de sus heridas entre el cielo y la tierra. Sobre su cabeza habían puesto un cartel que decía: “Cristo, rey de los judíos”. La gente se reía de Él.

Al pie de la cruz estaba María su madre, de pie. También algunas mujeres y Juan, el apóstol preferido. Nadie más acompañaba al Redentor del mundo.

El ladrón crucificado a la izquierda maldecía al Señor porque no lo libraba del tormento que sufría. El crucificado a la derecha le señaló que Jesús ningún mal había hecho mientras ellos, en cambio, estaban pagando por sus crímenes. Después, dirigiéndose a Jesús les dijo:

-Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.

-Jesús le contestó:

-Hoy mismo estarás allí.

Dimas, el buen ladrón. Se había robado el cielo.

Ya se iban a cumplir tres horas desde que Jesús fuera clavado en la cruz. Sólo el deseo de sufrir cuando pudiera sufrirse para redimirnos lo mantenía con vida. Miró a su madre y, refiriéndose a Juan, le indicó:

-Ahí esta tu hijo.

Y volviéndose a Juan, insistió:

-Ahí esta tu Madre.

En Juan nos hallábamos representados todos nosotros. De manera que, desde ese momento, María Santísima, Madre de Dios fue también madre nuestra.

Se acercaban las tres de la tarde.

Jesús se sentía tremendamente solo, en los umbrales de la muerte. Tremendamente triste, se dirigió a su Padre :

-Padre mío ¿por qué me has abandonado?

Agrego después:

-Tengo sed. 

Un soldado colocó una esponja en la punta de una caña, la empapó en vinagre rebajado con agua y la acercó a sus labios. Murmuró el Señor:

-Todo está cumplido. 

En efecto, las viejas profecías referidas al Salvador habían tenido cumplimiento punto por punto. Dios mantuvo la palabra empeñada en el Paraíso Terrenal. La redención estaba a punto de consumarse.

Jesús grito:

-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. 

Y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, murió.

De inmediato, un terremoto sacudió la tierra. Muchos muertos se levantaron de sus tumbas. El velo del templo, que separaba el sancta Sancta Sanctorum del resto de aquel edificio, se dividió por el medio indicando que Dios ya no estaba allí y que una Nueva Alianza con todos los hombres, sellada por la sangre de su Hijo, reemplazaba la Antigua Alianza , pactada con Abraham.

José de Arimatea, un hombre distinguido, se dirigió a Pilato, pidiéndole permiso para retirar el cuerpo de Jesús y sepultarlo. Pilato se lo concedió, ordenando sin embargo que comprobaran antes si el Señor había muerto realmente.

En cumplimiento de esa orden, un oficial romano que se llamaba Longinos atravesó el pecho de Jesús con su lanaza y del corazón herido brotó sangre y agua. Conmovido, Longinos creyó que Jesús es el Hijo de Dios.

Bajaron el cuerpo de Jesús y lo pusieron en brazos de María, su madre. Ésta había permanecido junto a la cruz, uniendo sus sufrimientos a los de su hijo para, así, asociarse a la Redención.

No lejos del lugar de la crucifixión, José de Arimatea poseía una tumba cavada en piedra, donde nadie había sido enterrado. Allí colocaron el cadáver del Señor, luego de lavarlo, envolverlo en vendas y cubrirle la cara con un sudario. Cumplida esa tarea, José de Arimatea, algún ayudante y las mujeres que los acompañaban, corrieron una pesada roca y cerraron con ella la entrada de la tumba. Anochecía.

Objetivo

Destacar lo siguiente:

1. Que nosotros, como Verónica, debemos reparar las ofrendas que sufre Jesús con actos d desagravio. Como Simón de Cirene, ayudarlo a llevar la cruz con espíritu de penitencia. Acompañarlo, como María Santísima. Como Juan, ver el Ella nuestra madre. Como Dimas, practicar la virtud de la esperanza, confiando el alcanzar el cielo, cualquiera haya sido nuestra vida hasta ahora. Y, como José de Arimatea, aprender a sacar la cara por el Señor cuando sea preciso.

2. Insistir también respecto a que en cada Misa se repite el sacrificio del Calvario.

 

© 2005 - Juan Luis Gallardo- Todos los derechos reservados